martes, 8 de noviembre de 2011

Historia 16: Viajar hacia atrás.

Algunos colectivos tienen asientos enfrentados. Cuando a uno le toca viajar en el asiento que mira hacia la dirección contraria a la que se dirige el resto del mundo, la sensación de estar viajando marcha atrás es un tanto extraña, y si el día es prematuro y nuestras categorías esenciales aún no han amanecido, éstas pueden confundirse y el viaje en retroceso puede no sólo darse espacialmente. Esto mismo me ocurrió ayer cuando viajando en el asiento que mira hacia atrás en una mañana sin café, recordé un episodio que había preferido olvidar.


Hacía pocos meses había ingresado a mi trabajo actual y había logrado integrarme con naturalidad a un grupo de amigos ya muy consolidado. Un buen día, luego de un almuerzo memorable de risas y anécdotas, uno de los muchachos históricos del plantel se acercó tímido pero orgulloso para decirme:


-El viernes hacemos un asado con los chicos en mi casa. Si querés venite y traéte algo para tomar - y antes de darse vuelta y retirarse, haciendo ese gesto del casi me olvido, agregó -Eso sí, noche de hombres solamente.

Ese mismo viernes camino a mi asado de inauguración, ya sin sol y cansado, me tomé el 15 rumbo al encuentro con mi nuevo grupo de amigos y me senté en el asiento que mira hacia atrás. Estaba a punto de dejarme vencer por el sueño y tomar esa siesta necesaria y reparadora que sólo los insomnes conocemos tanto, cuando una chica que compartía simpleza y elegancia en proporciones iguales se sentó en el asiento enfrentado al mío.


La disposición de este tipo de asientos hace que uno esté obligado a mirar a la persona que está en frente, y yo, sin escapatoria, dediqué el viaje entero a admirar a esta muchacha que me devolvía la mirada con gentileza y una incómoda simpatía. Era pelirroja, tenía la piel blanca, pura, y unas manos que sostenían su cartera con tanta delicadeza que enternecían hasta a un desollador. Yo me turnaba entre mirarla fijo a los ojos y luego mirar su ropa y sus manos. Ella hacía lo mismo conmigo. En ciertas ocasiones, uno se demoraba más tiempo en alguna facción y nuestros turnos coincidían y nuestras miradas se encontraban manteniéndose estoicas hasta que uno cedía para mirar hacia otro lado.


Como nunca había andado por esos pagos, no sabía bien dónde debía bajar, pero por la numeración sabía que mi parada se acercaba y que debía decidir qué hacer con este momento. Para no arruinarlo con palabras (como en tantas otras ocasiones) opté por escribir mi nombre y teléfono en un recibo que tenía en el bolsillo y dárselo mientras tocaba el timbre de bajada. Ella tomó el papelito con una sonrisa cómplice, lo guardó en el bolsillo de su sweater salmón y comenzó a alistarse para su parada. Yo me bajé y ella quedó arriba del colectivo, en la puerta, mirando para otro lado e intentando hacer de ese momento uno no tan incómodo.


Casi saltando de la felicidad comencé a buscar la dirección del asado entre tantas diagonales y calles cortadas. Luego de una caminata de quince minutos encontré la casa, toqué timbre y subí al quincho dónde todos me esperaban con la picada agonizando pero con la entraña recién servida. Uno a uno fui saludando a los muchachos, algunos de ellos pasados de copas y otros igual de histriónicos que en la oficina. Mientras saludaba a todos escucho la voz del anfitrión que dice: “Conocés a todos menos a Paula, mi novia”. Y ahí nomás levanté la vista y estaba ella sentada con sus mismas manos sosteniendo su sweater color salmón. Yo no pude evitar sonrojarme mientras sentía mis piernas temblar y ella no pudo evitar mantener el decoro, saludarme con indiferencia y tomarle la mano a su novio como si nada.


Antes de que me abandonasen por completo mis piernas me senté disimuladamente en la primera silla que encontré deseando por un segundo con todas mis fuerzas que el quincho entero fuera un colectivo y mi asiento mirara hacia atrás para poder viajar en el tiempo y evitar tanta pero tanta inoportunidad.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Historia 15: Epifanía primaveral

Hace pocos días fui protagonista de la primera jornada primaveral del año. Había sol y celeste y todos los transeúntes llevaban anteojos oscuros de la temporada pasada. Para celebrar dicho acontecimiento, decidí llevarme algún alimento liviano y cómodo a la plaza universitaria y almorzar ahí, entre tantos grupos de estudio que sueñan con cambiar el mundo, y tanto pero tanto excremento canino.

Una vez instalado, saqué mi nuevo libro entitulado “El arte de tener razón” escrito por nuestro querido e incomprendido Arturo Schopenhauer, y comencé a hojear este peculiar manual sobre cómo proceder a ganar disputas del habla.

Alternaba plácidamente entre un párrafo y un mordisco al sándwich de crudo y queso que salaba mis encías, cuando una pareja estudiantil con el uniforme desplegado como vestuario de una serie televisiva y adolescente se paró a unos metros de mi.

-Sólo decime si es verdad que bailaste con Sofi el sábado en “El Moretón”.

-¿Vos sabés que yo te quiero más que nada en el mundo, Pili?

-Las chicas me dijeron que te vieron con Sofi.

-¿Puede ser que siempre discutamos, Pili?


Estratagema 34: “Si el adversario no da una respuesta precisa a una pregunta o a un argumento, o no toma posición concreta alguna al respecto, sino que se evade respondiendo con otra pregunta o con una respuesta esquiva o con algo que carece de relación alguna con el asunto en discusión, pretendiendo desviar el tema hacia otra parte, es signo evidente de que hemos tocado (a veces sin saberlo) uno de sus puntos débiles”

Cerré el libro sorprendido ante tanta coincidencia y me digné a abrirlo nuevamente pero en una página cualquiera.

Estratagema 8: “Provocar la irritación del adversario y hacerle montar en cólera, pues obcecado por ella, no estará en condiciones apropiadas de juzgar rectamente ni de aprovechar las propias ventajas. Se le encoleriza tratándole injustamente sin miramiento alguno, incomodándole y, en general, comportándose con insolencia."

-Vos tenés que admitirme, Silvana, que estuviste mal con Antonio. Nunca debiste decirle nada- pasaron dos amigas vestidas para correr una maratón pero que caminaban apenas arrastrando sus cuerpos poco atléticos.

-¿Qué tiene que ver Antonio con todo esto?- pareció cuestionar la tal Silvana, combativa.

-Solamente admitime que tengo razón.

-¡Pero no tenés razón!

-Admitímelo y listo.

Acto siguiente, Silvana pareció estallar de la ira ante su compañera de jogging, mientras yo volvía a cerrar mi libro, estupefacto.

Continué comiendo mi sándwich como si nada, cuando un muchacho de unos doce años se acercó. Me habrá visto cara de blanco certero ya que vino directo a mí, cruzando aquella nítida barrera imaginaria de privacidad que el habitante medio de la gran ciudad posee.

-Con todo respeto vengo a pedirle su atención por unos segundos- se dirigió el muchacho hacia mí. -Tengo una hermanita que está muy enferma del corazón y hay que operarla con urgencia. Lo único que le pido es que me ayude con unas monedas- continuó como reproduciendo un guión.

Me quedé repitiendo para mis adentros la frase del muchacho. Enferma del corazón. Corazón. Busqué la portada de mi libro. El arte de tener Razón. Corazón y razón. Nunca había reparado antes en que una incluye a la otra. Palabras tan habitualmente opuestas de golpe juntas y parte de una misma cosa. Pensé en la infinidad de veces que las había enfrentado y puesto en disputa en vano .

El muchacho se quedó esperando una respuesta pero yo permanecí en silencio y sonriendo ante la epifanía vivida ante tanto sol de frente.

-Ey, amigo. ¿Está bien?- me preguntó el muchacho.

-No podría estar mejor- le respondí mientras le regalaba mi nuevo libro que ya había cumplido su misión.

lunes, 22 de agosto de 2011

Historia 14: Tiempo al tiempo

El tiempo y yo hemos tenido siempre una relación extraña, un tanto histérica. Hay veces en las que me apura impacientemente para que tome decisiones impostergables, otras es él quien me hace esperar a mí días hasta que una idea caiga sobre mi cabeza. Hace una semana, el tiempo me jugó una mala pasada, me aclaró de modo magistral que por más que juguemos y nos desafiemos el uno y el otro, es él quien manda.



Me había quedado dormido, como suele ocurrirme desde que leo novelas históricas después de la cena y por las noches sueño que soy Bonaparte o Cromwell descansando apaciblemente luego de una batalla devastadora. Por quinta vez en el mes llegaba más que tarde a una reunión de trabajo y seguramente ésta significaría la última. Bajé corriendo por las escaleras de mi edificio porque era para mí una emergencia y llegué ya transpirado y exhausto a la parada del colectivo. No había tenido tiempo en detenerme para admirar los extraños colores que copaban el día. Había un celeste casi violeta en el cielo y el sol no se hacía presente más que en algunas esquinas de ángulos obtusos. Parecía que había recién llovido pero las veredas estaban secas y los paraguas guardados.



En la parada de colectivo solamente se sentaba una señora muy mayor y muy arreglada, con ese color morado en el cabello que llevan algunas señoras entradas en edad que jamás comprenderé. La forma de su rostro llevaba incorporada una sonrisa. De haber sido diseñada por algún arquitecto celestial, seguramente hubiera indicado: “Primero vamos con la sonrisa, después vemos el resto.” La viejita no parecía impaciente. Sus ojos celestes casi transparentes no se quejaban ya que hacían juego con el color de sus medias y de sus zapatos. Y las perlas parecían ser su bijou preferido ya que tenía aros, collar y pulsera todas seguramente provenientes de la misma expedición submarina.



En medio de mi taquicardia por haber corrido tan de prisa me atreví a preguntarle:



- ¿Hace mucho que espera, señora? - esbocé con ese don que a veces me surge para dirigirme a los abuelos.



-Hace 25 años, querido.



Yo, que llegaba tarde por última vez a mi trabajo, la miré extrañado y un tanto confundido.



- ¿Cómo dice señora? ¿25 años? - le pregunté para no permanecer con una duda que carcomería mi cerebro por el resto de mis días.



-Si querido, mi marido se fue a comprar un poco de comino para hacer una sopa de pollo y me dijo que lo espere aquí. Asumo que se ha ido a Turquía, dónde se cultiva el mejor comino del mundo. Mi marido siempre ha querido lo mejor para mí - dijo la señora sin dejar de sonreír.



Me quedé perplejo. Aquí estaba yo llegando una hora tarde a una reunión, y esta elegante anciana esperaba a su marido hacía 25 años. Miré a mi alrededor intentando buscarle la cara al tiempo. Quizá se encontraba en el cartel del 39 o detrás de la modelo de la publicidad de jabones, haciéndome morisquetas sobradoras. Pasaron unos minutos hasta que llegó el colectivo y me subí, o quizá fueron algunos años, ya poco confiaba en el tiempo y sus marañas.

domingo, 31 de julio de 2011

Historia 13: La vida es un escenario

Hace tiempo que venía pensando demasiado. Algunos tenemos esa cualidad dual, la de pensar de más. No la de pensar bien necesariamente sino la de pensar, usar la mente en demasía y no dejar que fluyan las hormonas y que ocurran otros procesos igual de imprescindibles. Pensando sobre mi exceso de pensamiento me subí al colectivo rumbo al trabajo. Tenía puesto una polera negra en un día no tan invernal y una barba rala que combinaba perfectamente con el atuendo. Por alguna razón había dejado de lado mi lectura novelezca del mes y ese día casi dormido puse en mi morral de cuero un ensayo de Schopenhauer sobre la muerte y el suicidio. Me subí al primer colectivo que apareció ya que casi cualquiera me dejaba cerca de mi destino.


Ni bien entré el chofer me miró y me sonrío con ademán de muchos amigos.


-Buen día, ¿hacia dónde lo llevo?- me preguntó con una trabajada modulación.



Le contesté un tanto sospechosamente, pagué lo que me correspondía y enfilé mi búsqueda cotidiana por un asiento para prolongar mi sueño. Cuando levanté la vista se apareció frente a mí un plano un tanto extraño, no visto tan a menudo en mis mañanas de miércoles:




En el primer asiento había dos alumnas de guardapolvo jugando a un juego con las manos de esos en los que se aplaude y se canta simultáneamente. Una llevaba trenzas y la otra aparatos fijos. Algunos asientos más atrás dos monjas se persignaban mirando al cielo. Tenían los hábitos en perfectas condiciones y entre ambas se sentaba un cura: calvo y sonriente con algunos pelos arriba de sus orejas y una cruz de proporciones desmedidas. Algo raro sucedía en ese colectivo, no cabían dudas. Del otro lado un doctor de los de antes, con una valijita de cuero y un estetoscopio colgado al cuello sonreía y se tocaba con una mano los bigotes igualitos a los del famoso señor del juego de mesa. A su lado una enfermera con una cruz roja pintada sobre un sombrerito blanco hacía la señal de silencio a las colegialas que cantaban más adelante.



Comencé a caminar lentamente por el pasillo del colectivo buscando algún lugar libre entre tanto personaje exagerado. Y como ya venía pensando demasiado, continué con la tendencia. Si todos eran estereotipos sobre-maquillados, ¿quién era yo? ¿qué representaba? ¿era yo el intelectual existencialista con polera que piensa en demasía? Me senté al lado del policía de bigotes cortitos y una cachiporra en la falda y saqué mi libro de Schopenhauer, apoyé mi pera en la mano y comencé a leer: "El amor a la vida no es en el fondo sino el temor a la muerte."


Claramente era yo el existencialista de polera, o tal vez el oficinista gris. ¿Qué personaje era yo? El policía a mi lado apoyó su mano en mi hombro, me miró, me sonrió y me dijo con una voz muy grave: “Tu eres quien quieras ser” y todos en el colectivo repitieron: “¡Tu eres quien quieras!”



- Yo soñaba con luchar contra el mal – dijo el policía con algún esbozo de tonalidad.



- ¡Yo con curar a los enfermos! - cantó el doctor desde la otra punta.



- ¡Y tu eres quien quieras ser!- respondió nuevamente todo el elenco al unísono.




Esto no podía estar pasando. Me paré casi indignado para alejarme de la escena y las dos pequeñas escolares me detuvieron con mucha personalidad.



-¡Nosotras soñamos con un mundo mejor!



-Yo sigo soñando con un mundo mejor- cantó una viejita con voz finita y un pañuelo en la cabeza mientras revoleaba un bastón en el aire.



-¿Y tú? - me preguntó una monja de ojos azules.


-¿Yo que?- respondí con vehemencia.



- ¿Quién eres tú? - preguntó con una voz similar la otra monja pero de ojos verdes.

- ¡Yo seré quien yo quiera ser! -me animé a entonar con valentía.


-¡Tu serás quien quieras ser!- respondió afinado el coro entero al tiempo que hacían una especie de coreografía con las manos y los pies que no alcancé a seguir. ¡Tu eres, quien quieeee - raaaaaas SER! - rallentando cantaron todos, desde el chofer hasta el policía y las monjas, para cerrar el gran finale.




Ya faltaba solamente una cuadra para llegar a mi destino. Alcancé a tocar el timbre en el momento indicado para que la puerta se abriera en mi parada y los personajes me saluden desde sus asientos con una alegría inusitada. De un pequeño salto bajé del colectivo y silbando la melodía mientras chasqueaba mis zapatos como si fueran de tap, caminé dos cuadras hacia la oficina, con la mente en blanco y una sonrisa difícil de esconder.

domingo, 17 de julio de 2011

Historia 12: Tea Connection

Mi nueva adquisición es una pequeña computadora personal, tan atractiva para mi gusto que por momentos, cuando no hay nadie mirando, me urgen unas ansias irresistibles de susurrarle al micrófono palabras agradables. Debo admitir que en parte la compré para poder llevarla a alguno de los tantos cafés que pululan por mi barrio, y poder leer el diario mientras escribo una crónica y tomo un café con leche como si fuera un escritor extranjero en alguna ciudad del primer mundo. Lo cierto es que ya han pasado unos seis meses desde que la tengo y tan sólo una vez me deleité con ese programa.

Hacía rato que me tentaba un lugar en una esquina, verde clarito. Ese verde propio de un local de dieta saludable, sin aditivos ni conservantes. Entré dubitativo dejando en evidencia mi no habitualidad en este tipo de lugares y elegí una mesa contra la ventana así podía ver a la gente pasar por la vereda y quizás inspirarme con sus movimientos. Pedí un té que prometía canela y jazmín, encendí mi computadora, crucé las piernas y me adentré en el maravilloso mundo del relato.

Comencé a escribir el primer párrafo de una historia que me había sucedido hacía algunos días atrás.

Estaba en una plaza observando a un payaso en el momento más difícil de su carrera, cuando una pequeñita se acercó, sin saberlo, a devolverle su profesión.

La idea del párrafo comenzaba a cerrar cuando me trajeron el té exótico que había pedido. Más exótico aún era el modo en el que debía servirse: una vez que las hebras estuvieran dentro de la tetera tenía que dar vuelta un reloj de arena (adosado al kit tetero) dos veces, cumpliendo un total de cuatro minutos necesarios para que el té pudiera tomarse en óptimas condiciones.

Aproveché la graciosa interrupción del ritual del té para revisar mis correos electrónicos y perder unos minutos de vida frente a la red social más conocida del mundo. Como no había ninguna novedad trascendental, navegué la página de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba para finalmente clickear sobre una sección que no había visitado nunca antes: “Gente que quizá conozcas”.

A algunos efectivamente los conocía de algún lado: amigos de amigos de amigos que me había cruzado alguna vez, músicos que se adecuaban a mi perfil de gustos, etc. De repente una foto cautivó mi atención. Era una chica, un poco mayor que yo, con una imagen de perfil que parecía sacada de los 60´s pero con la frescura de hoy. Miraba a la cámara como sorprendida con la boca abierta y una vincha que sostenía su abultado cabello. No podía dejar de mirarla. Me olvidé de lo que estaba escribiendo y de voltear el reloj de arena. Me olvidé de que mi equipo había descendido y de que un candidato con poco vuelo había ganado las últimas elecciones del distrito.


Luego de unos segundos bastante eternos, levanté la mirada como cuando uno vuelve de un estado meditativo, preocupado por si mi organismo había salivado en mi ausencia. Miré a las mesas a mi alrededor. Mayoría de grupos de señoras bien charlando sobre los acontecimientos de la semana y los problemas de pareja. Volví la vista hacia la foto de ella para disfrutarla unos segundos más, como esa última pitada imprescindible del cigarrillo, y me despedí levantando ahora la mirada lentamente como si alguna fuerza superior se impusiera.

Y sí, era de suponer. En la mesa de enfrente, con una computadora parecida a la mía pero con la mirada puesta hacia la calle y con las manos sosteniéndose el rostro estaba ella sentada, sola y distraída. Sin cuestionarme tanto la providencia, di vuelta el reloj de arena y me prometí que cuando toda la arena hubiera caído, le mandaría un mensajito elocuente.

No podía no ser ella. Tenía la misma vincha, la misma expresión y un vestido pasado de moda pero tan bien llevado como en la foto. Mi corazón latía bastante deprisa recordándome que no le exigía mayores desafíos hacía ya algunos meses. Poca arena le quedaba al reloj. Comencé a mover los dedos sobre el teclado buscando inspiración y esperando el momento de la verdad. La arena se acabó. No tenía escapatoria.

-Se busca primera frase para introducirse a una desconocida sin parecer un loco suelto en la ciudad- atiné a escribir de un tirón.

Desde mi lugar detecté el momento en el que recibió el mensaje. Primero cara de incomprensión, luego leve sonrisa. No contestó.

-A mi también me inspira ver por la ventana. Da esa sensación de que el mundo es una pecera y uno está afuera, desentendido- insistí.

Levantó la vista de repente dándose cuenta de que el intruso estaba en la sala. Yo agaché la cabeza como un tonto dejando en claro mi amateurismo en el arte de la elegancia.

-Pica para todos los compas- apareció el mensaje en mi pantalla.


Me reí para mis adentros, seguramente algo de esa alegría se tradujo en mi expresión, agradecí a las redes sociales y en mi mente me imaginé haciendo un gigantesco gesto obsceno a todos aquellos que desde los balcones vociferan que con los avances tecnológicos hemos perdido el contacto cara a cara.

Tomando un sorbo de mi taza oriental, me hice la última promesa del día. Daría vuelta el reloj de arena y cuando el último granito hubiera caído, me acercaría a la mesa de ella y la invitaría a que probemos juntos una nueva variedad de infusión.

miércoles, 29 de junio de 2011

Historia 11: Que las hay, las hay

A unas cuadras de mi casa hay una plazita que tiene el mejor banco del barrio. Los fines de semana me gusta ponerme mi camisa verde manzana, llevarme un mate y leer un rato algún libro que no requiera la mayor de las concentraciones. Camino a la plaza, suele haber una señora sentada en un pupitre con un cartel escrito en marcador que dice: “Samira. Tarot-Videncia- AbreCaminos”. Desde que vivo en el barrio nunca había visto a nadie sentado en el pupitre junto a la señora vidente, hasta hace unos días atrás.


Para mi sorpresa, la valiente sentada en el banquillo aquella tarde era una mujer joven con mucho estilo. Tenía unos pantalones estampados con flores, de esos que se pegan al cuerpo y que tanto nos gustan a los hombres, y una expresión de asombro constante en su rostro, típico de las mujeres que caminan levantando mucho las rodillas. Yo quería, necesitaba, imperiosamente escuchar qué era lo que le presagiaba la bruja urbana a esta chica florecida. Comencé, entonces, a caminar muy lentamente para orejear la conversación. “Sos una pequeña con sueños hermosos que a veces se tornan fantasías que te impiden…”

A esa altura de la frase yo ya había perdido todo tipo de disimulo y prácticamente estaba parado frente a la bruja, detrás de la muchacha florida, intrigado por saber cómo terminaba la oración. Ahí nomás, la bruja notó mi presencia entrometida pero me miró fijo a los ojos como quien perdona a otro con la mirada mientras seguía con su devolución “…tomar decisiones realistas que dibujen el mundo que deseas.”

Continué con mis pasos unos pocos metros más para disimular mi curiosidad felina y evitar por si acaso ser ojeado otra vez por la bruja urbana, pero luego de haber transitado media cuadra decidí dar media vuelta y realizar una segunda embestida. Utilicé el mismo método que la vez primera, que consistía básicamente en caminar muy lentamente por enfrente de la escena y poner una pésima cara de quien está pensando en otra cosa. La bruja, que por algo es bruja, notó mi renovada presencia enseguida y nuevamente me miró fijo a los ojos mientras continuaba con una frase “...que cambiará tu vida. Él te ayudará a cumplir tu sueños y tu harás lo mismo con los suyos. Él tendrá una camisa verde manzana y unos ojos miel que cambian con el sol” Y mientras recitaba tan bellas palabras mis ojos miel se iluminaron y la bruja dejó escapar una leve sonrisa que sólo yo percibí.

Me fui alejando nuevamente, ahora casi bailando, con la urgencia de pensar una excusa para tropezarme casualmente con la muchacha floreada e invitarla a que cumpla mis sueños y yo los suyos. Cómo logré mi cometido (y si lo logré) es digno de otro relato. Lo cierto es que bien sabe lo que dice Samira cuando en su letrero de marcador se define como AbreCaminos.




lunes, 30 de mayo de 2011

Historia 10: Volver del futuro

El martes pasado, a eso de las siete de la tarde recibí un mensaje de texto mientras terminaba de cerrar unas cosas en el trabajo. El número remitente era desconocido y el mensaje leía: “¿Mi amor, venís a cenar? Los chicos tienen hambre y ya se tienen que ir a dormir.”

Quedé atónito. Atónito es poco. Mi cerebro experimentó un principio de surmenage. Logré recomponerme rápidamente para comprender lo que estaba sucediendo. Claramente las dimensiones espacio temporales se habían cruzado. La que me mandaba el mensaje era mi esposa en el futuro preguntándome si llegaría a tiempo para cenar junto a mis futuros hijos. Quién hubiera dicho que a través de la telefonía móvil se produciría una interferencia dimensional de tal envergadura. Allá por los 2030´s, la mujer de mi vida que yo aún no conocía (¿o sí?) se quería comunicar con mi persona veinte años mayor, pero en vez el mensaje le llegó a mi persona del presente.

Luego del shock, me invadió una emoción sublime. Quería conocer a mis hijos. ¿O tal vez hijas? ¿Qué nombre les habríamos puesto? Y mi esposa que me dice mi amor, ¿Cómo sería ella? ¿Tendría los labios finitos como mi primera novia, o la voz de un ángel como siempre soñé?

Qué misterios profundos los de este mundo que tan poco conocemos. Qué vulnerables nos sentimos cuando las dimensiones se confunden y nos damos cuenta de que somos simples partículas en constante movimiento. Qué suerte la mía de haber sido protagonista de un hecho inédito, digno de objeto de estudio para el más genial de los físicos cuánticos, o quizá simplemente alguien había confundido el número del destinatario de su mensaje y sin querer cayó en mis manos. Jamás lo sabré.

lunes, 23 de mayo de 2011

Historia 9: Banda de sonido portátil

El sábado por la tarde hice mi ya litúrgico paseo por la plaza que linda mi barrio. A menudo no camino con mi reproductor de música prendido pero esta vez opté por hacerlo, tal vez porque un auto de colores fosforescentes se asomó a mi lado muy lentamente haciendo sonar el tema de moda en Panamá a decibeles desconocidos por el hombre del siglo XX; al mismo tiempo que un colectivo frenaba con chirridos enajenantes provocando por algunos microsegundos un surmenage en los transeúntes que pasaban. Y como a veces la ciudad nos ayuda a tomar decisiones, elegí una música que me brindara la sensación antípoda de lo vivido segundos atrás: La obra de Ennio Morricone interpretada por Yo-Yo Ma.

Si bien vale aclarar que con esta música cualquier circunstancia termina resultando movilizante y reveladora, la escena que describiré brevemente a continuación mereció dos pequeñas lágrimas de alegría salada que emanaron mis usualmente austeros ojos :

Un payaso bastante poco producido se sentaba en el banco de la plaza, solo, con un agujero injusto en la remera y haciendo un gesto de puchero que parecía pintado pero no lo era. Decía con sus ojos al suelo: “¿Cómo llegué hasta aquí? ¿Cuál fue la primera decisión maldita que tomé para terminar vestido de payaso en un barrio tan lejano al mío?

En ese mismo instante una pequeña de unos cuatro años con pelos rojizos y un vestidito de color pastel se acercó al payaso. Lo investigó por unos segundos buscándole la mirada. Y cuando el payaso desganado escuchó ruidos, alzó la vista para encontrarse con la pequeña que le hizo una mueca con esa gracia que sólo la ingenuidad de haber vivido poco puede lograr. Y el payaso, que apenas unos instantes antes quería que lo tragara la tierra, sonrío consolado y dejó que la niña juegue con su flor marchita que pendía del ojal. Y justo en ese instante Ennio Morricone lanzaba al aire su melodía simple y melosa y Yo-Yo Ma hacía llorar al Cello. El mundo se había invertido por un segundo, una pequeña hacía justicia al hacer reír a un payaso y yo sospechaba seriamente si realmente no somos todos actores de reparto de una gran película italiana.

lunes, 16 de mayo de 2011

Historia 8: Extravío en el correo


Algunos días atrás hice una visita al correo para mandarle una postal a una amiga que está viviendo en la América del Norte. De haber nacido unos pocos años antes habría sido un visitante asiduo, pero como el hombre no es más que un producto de su época, el correo es para mí una simple atracción turística.

Ni bien entré saqué un número de esa especie de pistolita roja que me remonta inmediatamente a mi infancia cuando con mi mamá hacíamos el ritual tripartito cotidiano de la farmacia, la panadería y la verdulería, y ella me dejaba sacar el numerito para poder esperar nuestro turno con la ansiedad que se merecía.

Mientras esperaba, comencé a observar con detenimiento la situación. Obviamente yo era el único con la mirada tan alumbrada como la de un chico que ve por primera vez un avión volar. El resto de los personajes eran habitués: varios cadetes pagando facturas vencidas y señoras de generosas caderas que bajo ningún punto de vista se adentrarían en la promiscua aventura de la World Wide Web para comunicarse con sus familiares transatlánticos.

Como la fila avanzaba tan lentamente y ya había hecho un exhaustivo análisis e hipótesis de biografías de cada uno de los habitantes y visitantes del correo, comencé a mirar la escenografía del lugar. Entre tantos estímulos posibles hubo uno que me llamó particularmente la atención: justo al lado del cubículo donde uno dejaba su carta para enviar, colgaba un póster que por sus colores ya gastados y sus puntas arrugadas todo indicaba que estaba allí hacía un par de meses. En letras mayúsculas imprenta leía: “POR FAVOR AYÚDENOS A BUSCARLOS. SI CONOCE SU PARADERO COMUNÍQUESE CON NOSOTROS “, seguido por un teléfono gratuito y una docena de imágenes de personas desparecidas con sus respectivos nombres debajo de cada una. Había mayoritariamente ancianos seguramente seniles que se habían perdido deambulando por la ciudad; mujeres jóvenes de rasgos atractivos que me arriesgaría a decir eran víctimas de redes de prostitución, y casi completando la terna, con su sonrisa característica y esa extraña mirada silenciosa, me encontraba yo. Sí, yo.

No daba lugar a la confusión. Era una fotografía que me había tomado mi madre en el último viaje familiar a la costa, y para que no haya dudas al respecto allí estaba mi nombre y mi apellido, escritos con ortografía perfecta y una presencia envidiable.

¿Cuándo me había extraviado? ¿ En qué lugar? ¿Y quién me había denunciado?

Me puse a recapitular, como cuando uno pierde la billetera, dónde fue el último lugar en el que me había visto y con quién estaba. Qué estaba haciendo la última vez que me ví. Rebobiné los hechos y me preocupé al darme cuenta de que en realidad no había sucedido mucho en mi vida de los días pasados, y justo cuando pensaba que estaba llegando a un momento decisivo en mi recuento, la señora de atrás me suspira con voz de mucho transitar: “37, pibe, sos vos”.


lunes, 2 de mayo de 2011

Historia 7: Poesía y confesión


Este sábado, como todos los sábados, pasé con tiempo a visitar a mi librero amigo y preguntarle por las novedades editoriales. Me comentó que Murakami había lanzado su última novela que iba a dar que hablar y que sabía que a mi no me fascinaba la literatura mexicana, pero que no podía dejar de decirme que habían lanzando unos cuentos inéditos de Juan Rulfo que eran una clase magistral de un realismo mágico fundante. Lo escuché con atención para luego preguntarle por un poeta que me había cautivado la existencia en los últimos días.

-¿Esuchaste hablar de Jacques Prevert?-le pregunté con los ojos bien abiertos.

- Claro que sí, gran poeta francés. Su libro Paroles es mágnífico, lástima que no se consigue por ningún lado.

Para nada sorprendido por su erudición, saqué el mismísimo ejemplar de Paroles de mi morral porque se me vino a la mente un poema que había leído en el tren y me hacía acordar a él.

-Mirá, yo lo conseguí.- le dije orgulloso. - Hay un poema que quiero compartir con vos, y sería un gran honor para mí que lo leas con tu voz de locutor fumador.

Emilio, lejos de motivarse con la propuesta, se quedó mirándome fijo a los ojos, suspendido, como si buscara en el fondo de ellos alguna diplomática salida a la situación.

-Esteee...¿de que poema estamos hablando?- preguntó no sin antes corregir su voz con ahínco.

-El Organillo -le contesté entregándole el libro en la página indicada.

Emilio tomó el libro y volvió a corregir su voz. Hizo como que se quería sentar pero no había ninguna silla cerca. Entonces volvió a corregir su voz mientras ahora acariciaba su barba de librero y buscaba algo a su alrededor.

-Emilio, ¿estás bien?- me atreví a tomarlo del antebrazo e insistí -¿Emilio?

Emilio no respondió, sino que se quedó mirando fijo la página del libro. Sin aviso, producto de ese momento de quietud, una lágrima se asomó en su ojo derecho y comenzó a caer hasta toparse con su barba gris. Y mientras llevaba una mano a su mejilla para sacarse la lágrima dejó una frase en el aire sin preocuparse por las consecuencias que ello traería al mundo:

"No se leer, che. No se leer..."


domingo, 24 de abril de 2011

Historia 6: Tratado de cómo se rompe el hielo.

El viernes por la mañana le hablé a una chica en el colectivo en representación de todos los hombres que se enamoran tres veces por semana en un transporte público.

Era temprano y tanto el día como yo habíamos amanecido hacía demasiado poco. Todavía tenía los ojos entrecerrados como un cachorrito recién nacido y mis cuerdas vocales aún no habían emitido sonido alguno. Siendo tan temprano podía elegir sentarme en cualquier lugar del colectivo pero decidí sentarme justo al lado de ella que leía el último libro de Murakami. Me refregué los ojos, corregí mi voz y con una seguridad enternecedora me hice entender:




-Disculpá, ¿quisieras pasar el resto de tu vida conmigo?-




Como tenía los audífonos puestos, alcanzó a darse cuenta de que le hablaba pero no entendió mis palabras. Ahora sí se sacó los audífonos y me preguntó cordialmente si le había hablado.

-Sí...te preguntaba....si....está bueno el último de Murakami...- balbucié.

Era realmente imposible repetir la primera frase nuevamente, creanle a este humilde Casanova.

-Lo acabo de empezar, todavía no puedo juzgarlo la verdad

Y casi mientras contestaba volvía a ponerse los audífonos, clara señal de no tener ansias de sociabilizar.


Miré para atrás solamente por incomodidad y con unas urgentes ganas de desaparecer. Una viejita que claramente había atestiguado toda la escena fijó su mirada en mí haciendo un dulce gesto al inclinar la cabeza para un lado, entrecerrar los ojos y sonreír con la boca cerrada. Con esa mueca me decía que si tuviera cincuenta años menos ella hubiera pasado el resto de su vida junto a mi. Debo admitir que su gesto me subió el ánimo y le dí así una nueva chance a este día que recién comenzaba.





domingo, 17 de abril de 2011

Historia 5: Delivery de amor propio

Por estos últimos días cálidos del fin de la estación de los helados y las mariposas , salir a pasear por el barrio es siempre una opción; más aún cuando tomamos conciencia de que pasará mucho tiempo hasta que las mujeres vuelvan a relucir sus hombros y tobillos. Fue en una de estas caminatas matutinas en las que vi una escena para guardar.

Un muchacho de uniforme rojo y azul contratado por un hipermercado llevaba en un carrito una numerosa cantidad de compras. De repente, frenó vehementemente con su pie derecho, como si se hubiera olvidado de algo imprescindible; y con un movimiento un tanto nervioso metió su mano en una de las bolsas que transportaba. Una vez que su mano estaba en la bolsa, levantó la mirada muy sutilmente haciendo un paneo de 360° para sacar a continuación un alfajor de tamaño considerable. Lo abrió también lentamente y lo degustó con los ojos cerrados como si fuera un verdadero Gourmet del Bagley Blanco y Negro.

No era éste momento de pensar en las represalias que traerían como consecuencia este mero acto hedonista. Sabía bien que Doña Susana llamaría indignada porque su caja de 24 alfajores tenía 23 en vez, y que seguramente lo citarían a la oficina del gerente de piso -que había hecho una capacitación para despedir empleados- y le diría que un supermercado de renombre no podía permitir dicho comportamiento. No era éste momento de pensar en su madre que necesitaba que él trabaje para poder comprarle los útiles a su hermanita, ni de pensar en la guitarra para la que estaba ahorrando desde hacía 2 años. Era momento de mancharse la boca de chocolate y hacerle la señal del dedo cordial al mundo entero que lo atormentaba desde prematura edad con responsabilidades que no le correspondían.

lunes, 11 de abril de 2011

Historia 4: Y en la calle codo a codo.

Cantar es un ritual que todos deberíamos practicar cotidianamente. Cuando cantamos respiramos, y ese aire que renovamos viene cargado con algo más que oxígeno, con algún elemento aún no descubierto por la química moderna. No solamente eso. Cantar puede traer consigo historias memorables. Más aún cuando lo hacemos en la calle.

Había salido tarde del trabajo y necesitaba urgentemente caminar para mover las piernas y que la sangre volviera a circular nuevamente por mi cuerpo. Ya habiendo pateado un par de cuadras y entrado en ritmo me surgió una imperante necesidad de cantar. He llegado hasta tu casa. Yo no sé cómo he podido. Si me han dicho que no estás, que ya nunca volverás. Y para cuando había llegado al semáforo, un señor de unos sesenta años con la nariz roja y más pelos en las cejas despeinadas que en la cabeza, se acopló a mi despliegue escénico para que entonemos juntos. ¡Nada nada más que tristeza y quietud! Nadie que me diga si vives aún. ¿Dónde estás? Para decirme que hoy he vuelto arrepentido a buscar. ¡Tu amor! Y el señor me miró, y yo lo miré al señor. Y el semáforo se puso verde para nosotros y rojo para el mundo que se había paralizado por un segundo para contemplar un momento mágico e irrepetible.

domingo, 3 de abril de 2011

Historia 3: Falso impostor

Caminando por una transitada avenida porteña, una señora que bien podría haber sido abuela mía me paró sin disimulo:

-¡Guillermo! Querido, ¿cómo estás? ¡Qué buen mozo estás!

- Disculpe, señora pero yo no me llamo….

-Estás igualito a tu padre cuando lo conocí. Tenés su misma mirada y hasta sus mismas manos.

-Perdone señora pero usted tiene que entender que…

-¡Siempre tan amable y simpático mi Guillermito! ¿Cómo están Carlota y los chicos?

En un breve instante evalué la situación y consideré que sería mejor tomar el camino que nos hiciera un poco más felices a todos.

-Carlota…este… bien- tomé carrera antes de sumergirme en la verborragia improvisada - …con esa sonrisa tan grande que la caracteriza. Y los chicos están grandes. Santi toca la guitarra todo el día, parece que heredó los genes del tío. Y Rodrigo está noviando con una chica de su año. ¿Cuándo venís a comer a casa? Los chicos siempre preguntan por vos, y Carlota extraña tus pascualinas y tu forma tan particular de hacer el té.

martes, 29 de marzo de 2011

Historia 2: Espejo anacrónico

Ayer, apurado por volver a mi casa para tomar un café con leche y practicar esa embrujada canción que a veces me sale tan bien y otras veces tan desapercibida, me crucé con un calco mío pero con treinta años más. Yo salía de la boca del subte y él entraba. Yo tenía la impresión de saberlo todo, él recién comenzaba su día. Quizá él está ahora describiendo la misma situación en su cuaderno de tapa dura y hojas amarillas. “Ayer me crucé con un calco mío pero con treinta años menos.”