jueves, 9 de octubre de 2014

Historia 40: La mujer de mi vida




Camino a tomar un helado con la mujer de mi vida, conocí a la mujer de mi vida.   Estaba sentada en un banco de la plaza de siempre.  Esperaba a que su perrito pekinés terminara la partida de ajedrez con su compañera salchicha.  Me acerqué y se lo dije:

-Hola, usted es la mujer de mi vida.  Sólo deseo que la correspondencia sea mutua.

Ella se acomodó el pelo cortito y oscuro detrás de la oreja, y respondió:

-El hombre de mi vida no se parece en nada a usted.

-Mire bien- le dije – haga un esfuerzo.

Ajustó la mirada, achinó sus ojos negros, como los de su pekinés.  La expresión la hacían más hermosa que nunca.  Apenas terminaba de enamorarme cuando giró su cabeza hacia el cielo.

-Mire, allí viene- dijo ahora con los ojos bien abiertos.

Bajaba un globo aerostático rodeado de golondrinas con rosas en los picos.

-El hombre de mi vida…- suspiró encandilada.

La plaza entera se detuvo para admirar el aterrizaje. El hombre estoico y real saltó la canastita del globo y corrió a encontrarse con una mujer rubia y alta que lo esperaba hacía años.  Se besaron.

Yo di media vuelta para seguir mi camino a la heladería a encontrarme con la mujer de mi vida; pero ni bien emprendí la retirada, una chica apenas unos años menor que yo, delgada y con los labios húmedos me interceptó:

-No me conocés, pero yo sí a vos.  Sos el hombre de mi vida.

Puso su mano en mi corazón.  Yo apoyé mi mano sobre la suya; la tomé y se la devolví a su propio corazón.  No me correspondía.  No pude decírselo, pero ella entendió.  Se quedó pasmada, mirando a la nada y dejando caer una lágrima sincera. Yo seguí mi camino: la mujer de mi vida me esperaba a pocos suspiros, sentada en la mesita de madera de la heladería de siempre con un naranjo regalándole la sombra justa, y sus manos largas y elegantes dándole la vuelta a la página de nuestro libro favorito.



lunes, 1 de septiembre de 2014

Historia 39: Reencuentro familiar



Sol adentro. Sol afuera.  Salgo a caminar y termino en el río. Me siento a contemplarlo, a él y a todo lo que él representa.  Pienso en todas las veces que otros humanos hicieron lo mismo, en este río y en todos los ríos de este mundo.  Junto mis manos para poder seguir con el momento. Sin saberlo le agradezco por estar allí siempre, a pesar de que yo no estoy siempre para él.  Así me quedo un rato.  Veo una mujer de mi edad pasar a mi lado.  Sigue de largo hasta que la orilla se vuelve agua.  Parada come una manzana mientras mira ella también el río.  Yo sólo veo su melena desde atrás y su mano con la manzana que a un ritmo pausado se lleva a su boca y ahí escucho ese sonido que sólo morder una manzana genera.  Me gustaría verle la cara.  Intento imaginarla pero se me aparecen todas las mujeres que amé y todas las que me amaron.  Es un rostro sumamente bello y conocido por mí, pero apenas sopla una brisa desaparece.   Con la misma brisa ella se da vuelta y comienza a caminar hacia mí.  Se acerca sonriendo y se sienta a mi lado.

-¿Nos conocemos de antes, no?- le pregunto.

-Sí. Fuimos hermanos hace no mucho tiempo – me responde sin dejar de sonreír.

Dejo de mirar el río.  Un pajarito se gana mi atención porque se acerca más de lo acordado entre especies.  Tiene un pico con la punta de aguilucho y le falta una pata.  Hacemos un nuevo acuerdo:  yo no le voy a hacer nada y él se acercará aún más.  Ella también lo mira.  Estamos asombrados por su valentía.  Al ver que podemos convivir sin hacernos daño, una pájara más inflada con cara de señora que va hacer las compras se acerca y se suma a la ronda.  Falta uno que viene rebotando a lo lejos. Es negro y alto, con un cuerpo fibroso de atleta.  Llega saltando y frena al lado de la señora copetuda.  Justo donde se para, el sol pega en sus plumas y las convierte en un azul tornasolado. 
 Ya está. Somos todos. La familia vuelta a reunirse después de tiempos inmemorables.  Ella, de mi misma especie, me mira –siempre sonriendo- y con su mano toma mi mano.  Con mi otra mano envuelvo nuestras dos manos, y ella apoya su cabeza en mi hombro.  Volvemos la mirada al río y así nos quedamos, escuchando lo que tiene hoy para enseñarnos. 

lunes, 11 de agosto de 2014

Historia 38: Conferencia extraordinaria

Los hechos que voy a contar en esta historia ocurrieron tal cual se los narraré.  En esta ciudad - como en todas las ciudades del mundo- hay una red de acontecimientos extraordinarios sucediendo simultáneamente mientras en las superficies los tacos de los caminantes suenan apurados contra el asfalto.    Esta historia hace referencia a tan solamente algunos de ellos dejando al lector la siempre libre alternativa de incluirlos en su sistema de creencias como verdaderos o dejarlos en la góndola de literatura fantástica para visitarlos únicamente cuando el ocio llama a la puerta.

Era martes y uno de esos días, como hoy, en los que el invierno ya coquetea con la despedida.  El sol tostaba lo justo y los transeúntes llevaban todo su abrigo bajo el brazo.  A media mañana yo volvía del dentista y mi molestia en las muelas no se había disipado con el tratamiento, puesto que el mundo que me rodeaba me resultaba un lugar hostil y desventurado.  Caminaba por la vereda de una de nuestras grandes avenidas para encontrarme con una fila de aproximadamente ochenta personas, todas disfrazadas, esperando para entrar a un hotel.  Me había cruzado en otra ocasión con convenciones de tatuadores, magos, y hasta de obreros cristianos, pero esta vez no lograba detectar con precisión de qué se trataba.  Algunos hombres tenían barbas largas y blancas pero estaban vestidos con jean y camisa, había mujeres con vestidos largos que arrastraban y ni se preocupaban por que los otros en la fila los pisotearan.  Había niños que no parecían estar acompañados de sus padres, simplemente se paraban a esperar, sin hablar.  Había hombres de estaturas sospechosamente bajas, que con maquillajes sorprendentes habían logrado narices respingadas y orejas puntiagudas.  Si me preguntan, diría que era una convención de brujas y elfos, pero a esta altura ni siquiera sé bien qué es lo que eso significa.

Seguí mi instinto y me sumé a la fila.  Así son mis días últimamente: inverosímiles e impredecibles.  Procuré no hablar con nadie para evitar sospechas.  Simplemente me paré y permanecí en silencio con una actitud indiferente, tratando de imitar a dos chicos en frente mío que lo hacían a la perfección.   Pasaron veinte minutos hasta que la fila empezó a avanzar.  Para mi sorpresa nadie me preguntó nada.   Avancé hasta llegar a un salón de convenciones, igual a todos los salones de convenciones del mundo.  No parecía haber nadie que liderara la conferencia.  No bien todos hubieron entrado al salón y encontrado un asiento, se apagaron las luces y en la oscuridad alguien tomó un micrófono y comenzó a recitar una especie de rezo que alternaba el español con un idioma que a mis oídos se emparentaba con el celta.  Me aburría bastante lo que estaba sucediendo, me aburría tanto que entre la luz apagada y la voz grave y profunda que salía de los amplificadores, comencé a entrar en un estado de somnolencia.   Tanto es así que cuando volvieron a encender las luces, por unos instantes no reconocí dónde estaba ni cuánto tiempo había transcurrido.

Ya con las luces tenues encendidas, una señora con el cabello largo y amarillo se paró entre la gente y pidió el micrófono.  De la nada comenzó a hablar de mitología y de historias fantásticas de seres en otros planetas.  Ahora sí ya estaba listo para irme y seguir con mi día.  Me paré sigilosamente para no interrumpir ni llamar la atención y justo cuando esgrimí el primer movimiento, lo mismo hicieron todos los presentes.  Ochenta personas se pararon de golpe, sin haber recibido ninguna indicación.  Temí hacer otro paso y que todos lo replicaran.  Hubiera sido de lo más extraño; por eso permanecí unos segundos parado para ver cómo seguía esta historia.  Nada parecía pasar. Todos parados y en silencio, mirando hacia el frente concentrados en un horizonte que yo no distinguía.  Impaciente, di un paso prudente hacia mi derecha para comenzar finalmente a retirarme.  Rocé mi zapato con la pierna del hombre parado a mi lado, y para disculparme le tomé levemente el brazo. El hombre, viejo él, con una barba larguísima y gris, en vez de darse vuelta para mirarme o devolverme el gesto, hizo algo que jamás hubiera esperado.

-¡GRRRRACIAS!- gritó con desenfreno al aire - ¡GRAAACIAS, PADRE SOL Y MADRE TIERRRRA! ¡TODO ARTURUS Y TODO PLEYADES, AGRADECIDOOOOOS!

Todo el salón giró la cabeza y miró al hombre y - como consecuencia- a mí que estaba pegado a él.  El hombre extendió sus brazos hacia arriba y abrió sus manos como si alguien estuviera lanzando alimento o billetes desde el cielo.  El salón entero empezó a cantar una serie de vocales sueltas.  La melodía era simple y cadenciosa.  Todos cantaban:  AH UH, AH UH, AH UH….HUE LEH, HUE LEH… Todos menos yo, que me quería ir porque ya el aburrimiento se había tornado en un leve temor.  

Uno de los chicos que había estado en frente mío en la fila se acercó y se paró a mi lado.  Sus ojos estaban clavados en mí y sonreía.   

-¿Qué pasa?- le susurré.

-Cantá- dijo con una voz aguda – cantá y vas a ver qué pasa.

Me sentí inhibido.  Además, no cantaba desde 7mo grado, cuando la Señorita Mónica, maestra de música, me dijo que mi mejor versión era cuando dejaba largos silencios de redondas.  El muchachito volvió a mirarme y ahora me tomó de la mano.

-Va a estar todo bien- dijo.


Algo en esas palabras hicieron que me relajara.  Apenas esbocé una vocal y en seguida me adherí al canto colectivo.  Con timidez mi canto se expandía de a poco y no pude evitar cerrar los ojos para sentir la unidad en la piel.  Cuando volví a abrirlos, el hombre que había estado a mi lado ya no estaba.  Lo busqué a mi alrededor y tampoco, hasta que miré hacia arriba.  Se había elevado unos tres metros.  Busqué las sogas, el arnés, pero no había nada de eso.  Era su cuerpo flotando en el aire.  De la sorpresa tuve que dejar de cantar, se me cortó el aire.  Ni bien paré, el hombre comenzó a descender y el chico volvió a tomarme de la mano para que volviera a cantar.   Retomé el canto, ahora más fuerte que antes, y el hombre volvió a ascender.  Algo se apoderó de mí, comencé a decir unas palabras que no venían de mí.  Yo las gritaba y el salón las repetía -me gustaría reproducirlas ahora pero intento recordarlas y aparece un blanco en mi mente-. Pronto comenzamos a levitar todos los presentes. Nos despegamos apenas unos centímetros por sobre el suelo.  Sentí una levedad que jamás había sentido.   Yo no era mi cuerpo sino el que se elevaba, el que cantaba.  Había algo minúsculo de mí que me mantenía en el salón, y algo inmenso e inconmensurable que me elevaba.  Miré a mi alrededor, a un lado el hombre de barba larga y gris, al otro, el muchacho que me había regalado su confianza.  El canto fue disminuyendo y de a poco todos comenzamos a descender. Sentí el peso volver hacia mí, y con él, el dolor de muelas y mi agenda del resto del día.  Las luces se encendieron del todo y las puertas del fondo se abrieron. Nadie dijo nada. Todos salimos marchando en silencio.  Busqué, sin éxito, al chico que me había hablado hacía unos minutos. Busqué al hombre de barba larga y gris pero tampoco lo encontré.  Fui devuelto a la vereda de la gran avenida, con los peatones golpeándome con el hombro para pasar.  Llevé mi mano a mi mandíbula como si eso ayudara.  Necesitaba urgente una farmacia que calmara mi dolor. 

jueves, 19 de junio de 2014

Historia 37: Siguiendo la huella hasta llegar a ella


“Necesito tres copias de cada página, desde la 35 hasta la 204, a partir de la 205 solamente las impares, dos copias de cada una, por favor. Las primeras doble faz y A4, las segundas, anilladas pero en papel oficio. ¿Qué es eso que suena en la radio? ¿Prince?”

Algo así dijo la chica que estaba adelante mío en la librería.  El chico que atendía la escuchó con atención sin que se le moviera una pestaña.  Admiro a las personas que sacan fotocopias.  Requiere una concentración que no tengo y que nunca tendré.

Yo solamente tenía que sacarle una copia a mi DNI, pero tuve que esperar a que se completara la operación entera que me antecedía.  Así funcionan las filas.  No pude no curiosear los libros que fotocopiaba la chica de adelante.  Me alcé en puntitas de pie para intentar leer el título del primer libro.  Decía algo sobre los chakras y sus colores.  Esperé a que corriera la tapa del primero para ver el título del segundo: “Respiración ovárica”. Me asusté un poco.  Debo haber hecho algún gesto porque la chica soltó una sonrisa.  Tenía rulos y unos pantalones estampados.  Llevaba en su espalda una mochila de estilo camping, cargada de más libros y algunos instrumentos de percusión.   Me pescó mirándola justo cuando estudiaba sus pechos. No pude evitarlo. Tenía una remera de un naranja gastado que rozaba el no color:  la transparencia.  Y no había rastros de corpiño.  A la legua se distinguía que se había despedido de los corpiños hacía ya años.  Todo en ella parecía natural.  Pensé en un universo que busca el equilibrio.  Ella tiene toda esa naturalidad para compensar la que yo nunca tendré.  Reflexionaba con la boca abierta y la mirada perdida en la remera pegada a su cuerpo.  Cuando volví del pensamiento ella se estaba riendo de mí.  Me sonrojé y no supe dónde meterme.  Lo único que me salió fue esconderme detrás del mostrador y ponerme a jugar con los lápices de Disney. 

Finalmente terminó de fotocopiar todo y le pagó al muchacho en la caja.  Le dieron el vuelto, y veo que sobre un billete de dos pesos bastante maltratado escribe algo con una birome que toma prestada.  Se da vuelta, me mira a los ojos, me sonríe, me lo entrega y se va como salticando de la librería.

Todo pasó muy rápido.  No tuve tiempo de nada.  A veces me parece que funciono satelitalmente, con “delay”.  Hice mis fotocopias y salí yo también del local.  Mientras caminaba por la avenida me metí la mano en el bolsillo de mi pantalón para rescatar el billete que la chica me había entregado.  Bartolomé Mitre me guiñaba un ojo y tenía unos bigotes parientes de Dalí.  El número de serie estaba tachado y en vez se leía un número que todo indicaba era de un teléfono. 

No era una chica para mí.  Parecía demasiado libre, demasiado intensa.  No iba a poder seguirla.  Un día iba a querer dejarlo todo y que nos fuéramos a vivir a la selva. Y eso me aterraba.  Me volví a meter el billete en el bolsillo y seguí caminando hacia la secretaría para presentar mi DNI y otros formularios que me exigía el ministerio.

El día siguió como suelen seguir muchos de mis días, con pequeños acontecimientos que me van empujando sutilmente de un lugar a otro, en el que toda acción borra a la anterior sin dejar ningún rastro.  Para cuando llegó la noche y me senté a comer mis sorrentinos de zapallo en la intimidad de mi departamento, la chica de los pechos libres era ya un recuerdo de un escenario lejano y superado.  Tanto es así que había olvidado por completo que tenía su número de teléfono.  Ella me lo había entregado, pretendía que la llamara.  Quería conocerme, y por qué no, quererme.   Algo de repente entró en mi cuerpo.  Una sensación de liviandad, de oportunidad.  Tomé el vaso de agua y me lo engullí entero sin respirar.  Acto seguido, metí la mano en mi bolsillo para buscar el billete y llamarla.  La decepción fue aplastante al darme cuenta de que el billete no estaba donde lo había dejado.  Busqué en todos mis bolsillos y nada. Busqué en mi mochila y tampoco.  Traté de hacer memoria.  Retrocedí y llegué hasta el hecho más probable.  Tomé mi campera y bajé a la fábrica de pastas de la esquina.  Entré desesperado, como si hubiera perdido un hijo. 

-Disculpá.  Yo estuve hace un rato acá comprando unos sorrentinos de zapallo.  Muy ricos estaban.   Pero no vengo por eso.  Creo que te pagué con un billete de dos.  Resulta que ese billete tiene un número de teléfono muy importante para mí – me sorprendí de poder ser tan claro en mi locución.

El señor que atendía, grueso y estático, con esos bigotes que abundan en las comisarías, seguramente ya curado de espanto por tanto cliente demente que entra a su local por día, me relojeó con la mirada para ver hasta donde llegaba mi locura.  Debo haber pasado el examen porque hizo sonar la campanita de la caja registradora.   Buscó unos segundos hasta que apretándose los labios dijo:

-No tengo ningún billete de dos,¿sabés? Me quede sin.

Vi mi esperanza golpearse contra una ventana como una paloma engañada por la ilusión de la transparencia.  El señor se quedó parado esperando a que el próximo loco se asomara por el local.   Fue extraño como ese sentimiento de decepción  me abandonó en seguida y lo que había sentido en mi mesa comiendo sorrentinos, esa levedad de creerlo todo posible, volvió a apoderarse de mí. 

-¿No sabés a quién le diste tu último billete de dos pesos?- le pregunté al señor de huesos grandes que me devolvió por primera vez una mirada de sorpresa.

Podría haberme echado de mala gana, pero algo en él lo hizo recapitular.  Tal vez fue el sentimiento de sentirse parte de una epopeya que lo trascendía. 

- Dejame que piense- me dijo mientras se rascaba la cabeza -  puede ser que se lo haya llevado un muchacho de camisa a cuadritos.

Abrí mi campera para mostrarle que era yo el muchacho de camisa a cuadros.  Ahora se peinaba los bigotes como un Sherlock tano y con sobrepeso.

-¡Ya sé! La señora Aldana seguro se lo llevó.  Estuvo hace un rato por acá y ella siempre me pide cambio para comprar esos caramelitos de morondanga.  

El hombre estaba radiante, orgulloso de haber revelado el misterio. Me dio la dirección de la señora Aldana y le prometí que volvería para contarle cómo terminaba mi historia.

Salí corriendo a tocarle el timbre a la primera sospechosa.  Quedaba a unas seis cuadras.  Corrí por la avenida y ya podía ver a la muchacha de rulos corriendo a mi lado con sus pechos libres rebotando con cada paso y los autos frenándose y chocándose unos con otros por dejarnos pasar.  Los perros corriendo a nuestro lado, los pájaros orientándonos y los gatos maullándole a la luna anunciando que el amor había llegado.

Debía tomarme un ascensor para llegar al tercer piso de la señora Aldana pero no aguanté la espera y subí por las escaleras.  Toqué el timbre y en seguida la puerta se abrió dejando colarse un aroma a cebolla y hervor que la literatura jamás podrá alcanzar a describir.  Era la señora Aldana:

-¿Quién sos y qué querés? – me recibió.

-Esto le va a resultar raro, pero le explico. Soy cliente de la fábrica de pastas, igual que usted. Perdí un billete de dos pesos que tenía un número muy valioso para mí.  Le pregunté al señor del local y me dijo que tal vez usted podía tener el billete- me volví a sorprender por la claridad de mis ideas.

-No nene, yo no tengo ningún billete para vos. Estamos por comer acá- respondió mientras cerraba la puerta.

-¡Espere! – puse mi pie para que la puerta no pudiera cerrarse.  Fue lo más agresivo que hice en mi vida.  Cualquiera me hubiera confundido con alguien que sabe lo que quiere, que tiene certeza de que el devenir entero de una vida depende de estos pequeños hechos concomitantes.
La señora Aldana me miró asustada y comenzó a gritar.

-¡Mercedes! ¡Merceeeedes!

Una chica de rulos apareció en seguida. Tenía el pelo húmedo y su aroma a champú multinacional se fusionó con la cebolla hervida para transportarme a un nuevo lugar hasta ahora virgen e inexplorado.  Algo de Mercedes era conocido en mí.  Algo de su andar liviano.  Llevaba unos shorts de entrecasa. Podía ser atractiva para muchos hombres pero no era mi caso.

-¿Qué pasa mamá?- dijo Mercedes con una voz chillona, mientras estudiaba mi aspecto.  No masticaba un chicle, pero bien podría haber estado haciéndolo (y con la boca bien abierta).

-Este chico quiere robarnos con una excusa un tanto pelotuda – dixit la señora Aldana.

Le expliqué a Mercedes mi situación y ahora le agregué un poco de pimienta.  Le conté la historia de la chica de las fotocopias y le hablé de su libertad para vivir la vida y para llevar su cuerpo.   Vi en los ojos de Mercedes como moría de amor -a las mujeres, estoy aprendiendo, les enamora vernos convencidos y soñadores-

Mercedes le pidió a la madre que no fuera mala, que se fijara en su cartera si estaba el billete, que no perdía nada. Yo prometí que se lo cambiaría por otro billete de dos y que incluso estaba dispuesto a hacerlo por un billete más poderoso.  Ahí fue cuando la señora Aldana cedió y fue a buscar su cartera. Mientras, Mercedes me seguía mirando con cara de que quería tener hijos conmigo en ese instante.   Yo miraba el ascensor de la vergüenza, las rejitas curiosas que se abren y se cierran y uno puede agarrarse un dedo en cualquier momento.

Volvió la señora Aldana a salvarme.   Traía una cartera pesada y en frente nuestro, sobre el piso, comenzó a vaciarla.  Su actitud había cambiado, quería ayudarme a toda costa.  En su billetera no encontró nada, pero luego metió mano en el fondo y empezó a sacar manojos de billetes entre envoltorios de caramelos, migas de galletitas, un lápiz labial y hasta un sacacorchos.  Mercedes y yo íbamos analizando los billetes a ver si había alguno que me correspondía. 

De repente, de la nada, Mercedes grita:

-¿Qué? ¡No puede ser!  ¡Este es nuestro número, mamá!

Mercedes le muestra el billete a su madre y luego me lo entrega.

Yo lo miro y Bartolomé Mitre me vuelve a guiñar el ojo. Era él.

Mercedes  y su madre se miraron fijo.  Sabían algo que yo no. Las dos a la misma vez emitieron una misma palabra suspirada: “Paloma…”

Y ahí nomás subió por las escaleras, llevando una bicicleta a cuestas, la muchacha de rulos y pechos silvestres.  Nos vio a su hermana, su madre y al chico tímido de las fotocopias tirados en el piso, en la puerta de su casa, todos alrededor de una cartera.  Tenía cara de desconcertada, pobre Paloma, no entendía nada hasta que veo como el aroma a cebolla y hervor llega hasta su nariz, la envuelve y le da la bienvenida a una nueva historia que estaba por comenzar.