domingo, 31 de julio de 2011

Historia 13: La vida es un escenario

Hace tiempo que venía pensando demasiado. Algunos tenemos esa cualidad dual, la de pensar de más. No la de pensar bien necesariamente sino la de pensar, usar la mente en demasía y no dejar que fluyan las hormonas y que ocurran otros procesos igual de imprescindibles. Pensando sobre mi exceso de pensamiento me subí al colectivo rumbo al trabajo. Tenía puesto una polera negra en un día no tan invernal y una barba rala que combinaba perfectamente con el atuendo. Por alguna razón había dejado de lado mi lectura novelezca del mes y ese día casi dormido puse en mi morral de cuero un ensayo de Schopenhauer sobre la muerte y el suicidio. Me subí al primer colectivo que apareció ya que casi cualquiera me dejaba cerca de mi destino.


Ni bien entré el chofer me miró y me sonrío con ademán de muchos amigos.


-Buen día, ¿hacia dónde lo llevo?- me preguntó con una trabajada modulación.



Le contesté un tanto sospechosamente, pagué lo que me correspondía y enfilé mi búsqueda cotidiana por un asiento para prolongar mi sueño. Cuando levanté la vista se apareció frente a mí un plano un tanto extraño, no visto tan a menudo en mis mañanas de miércoles:




En el primer asiento había dos alumnas de guardapolvo jugando a un juego con las manos de esos en los que se aplaude y se canta simultáneamente. Una llevaba trenzas y la otra aparatos fijos. Algunos asientos más atrás dos monjas se persignaban mirando al cielo. Tenían los hábitos en perfectas condiciones y entre ambas se sentaba un cura: calvo y sonriente con algunos pelos arriba de sus orejas y una cruz de proporciones desmedidas. Algo raro sucedía en ese colectivo, no cabían dudas. Del otro lado un doctor de los de antes, con una valijita de cuero y un estetoscopio colgado al cuello sonreía y se tocaba con una mano los bigotes igualitos a los del famoso señor del juego de mesa. A su lado una enfermera con una cruz roja pintada sobre un sombrerito blanco hacía la señal de silencio a las colegialas que cantaban más adelante.



Comencé a caminar lentamente por el pasillo del colectivo buscando algún lugar libre entre tanto personaje exagerado. Y como ya venía pensando demasiado, continué con la tendencia. Si todos eran estereotipos sobre-maquillados, ¿quién era yo? ¿qué representaba? ¿era yo el intelectual existencialista con polera que piensa en demasía? Me senté al lado del policía de bigotes cortitos y una cachiporra en la falda y saqué mi libro de Schopenhauer, apoyé mi pera en la mano y comencé a leer: "El amor a la vida no es en el fondo sino el temor a la muerte."


Claramente era yo el existencialista de polera, o tal vez el oficinista gris. ¿Qué personaje era yo? El policía a mi lado apoyó su mano en mi hombro, me miró, me sonrió y me dijo con una voz muy grave: “Tu eres quien quieras ser” y todos en el colectivo repitieron: “¡Tu eres quien quieras!”



- Yo soñaba con luchar contra el mal – dijo el policía con algún esbozo de tonalidad.



- ¡Yo con curar a los enfermos! - cantó el doctor desde la otra punta.



- ¡Y tu eres quien quieras ser!- respondió nuevamente todo el elenco al unísono.




Esto no podía estar pasando. Me paré casi indignado para alejarme de la escena y las dos pequeñas escolares me detuvieron con mucha personalidad.



-¡Nosotras soñamos con un mundo mejor!



-Yo sigo soñando con un mundo mejor- cantó una viejita con voz finita y un pañuelo en la cabeza mientras revoleaba un bastón en el aire.



-¿Y tú? - me preguntó una monja de ojos azules.


-¿Yo que?- respondí con vehemencia.



- ¿Quién eres tú? - preguntó con una voz similar la otra monja pero de ojos verdes.

- ¡Yo seré quien yo quiera ser! -me animé a entonar con valentía.


-¡Tu serás quien quieras ser!- respondió afinado el coro entero al tiempo que hacían una especie de coreografía con las manos y los pies que no alcancé a seguir. ¡Tu eres, quien quieeee - raaaaaas SER! - rallentando cantaron todos, desde el chofer hasta el policía y las monjas, para cerrar el gran finale.




Ya faltaba solamente una cuadra para llegar a mi destino. Alcancé a tocar el timbre en el momento indicado para que la puerta se abriera en mi parada y los personajes me saluden desde sus asientos con una alegría inusitada. De un pequeño salto bajé del colectivo y silbando la melodía mientras chasqueaba mis zapatos como si fueran de tap, caminé dos cuadras hacia la oficina, con la mente en blanco y una sonrisa difícil de esconder.

domingo, 17 de julio de 2011

Historia 12: Tea Connection

Mi nueva adquisición es una pequeña computadora personal, tan atractiva para mi gusto que por momentos, cuando no hay nadie mirando, me urgen unas ansias irresistibles de susurrarle al micrófono palabras agradables. Debo admitir que en parte la compré para poder llevarla a alguno de los tantos cafés que pululan por mi barrio, y poder leer el diario mientras escribo una crónica y tomo un café con leche como si fuera un escritor extranjero en alguna ciudad del primer mundo. Lo cierto es que ya han pasado unos seis meses desde que la tengo y tan sólo una vez me deleité con ese programa.

Hacía rato que me tentaba un lugar en una esquina, verde clarito. Ese verde propio de un local de dieta saludable, sin aditivos ni conservantes. Entré dubitativo dejando en evidencia mi no habitualidad en este tipo de lugares y elegí una mesa contra la ventana así podía ver a la gente pasar por la vereda y quizás inspirarme con sus movimientos. Pedí un té que prometía canela y jazmín, encendí mi computadora, crucé las piernas y me adentré en el maravilloso mundo del relato.

Comencé a escribir el primer párrafo de una historia que me había sucedido hacía algunos días atrás.

Estaba en una plaza observando a un payaso en el momento más difícil de su carrera, cuando una pequeñita se acercó, sin saberlo, a devolverle su profesión.

La idea del párrafo comenzaba a cerrar cuando me trajeron el té exótico que había pedido. Más exótico aún era el modo en el que debía servirse: una vez que las hebras estuvieran dentro de la tetera tenía que dar vuelta un reloj de arena (adosado al kit tetero) dos veces, cumpliendo un total de cuatro minutos necesarios para que el té pudiera tomarse en óptimas condiciones.

Aproveché la graciosa interrupción del ritual del té para revisar mis correos electrónicos y perder unos minutos de vida frente a la red social más conocida del mundo. Como no había ninguna novedad trascendental, navegué la página de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba para finalmente clickear sobre una sección que no había visitado nunca antes: “Gente que quizá conozcas”.

A algunos efectivamente los conocía de algún lado: amigos de amigos de amigos que me había cruzado alguna vez, músicos que se adecuaban a mi perfil de gustos, etc. De repente una foto cautivó mi atención. Era una chica, un poco mayor que yo, con una imagen de perfil que parecía sacada de los 60´s pero con la frescura de hoy. Miraba a la cámara como sorprendida con la boca abierta y una vincha que sostenía su abultado cabello. No podía dejar de mirarla. Me olvidé de lo que estaba escribiendo y de voltear el reloj de arena. Me olvidé de que mi equipo había descendido y de que un candidato con poco vuelo había ganado las últimas elecciones del distrito.


Luego de unos segundos bastante eternos, levanté la mirada como cuando uno vuelve de un estado meditativo, preocupado por si mi organismo había salivado en mi ausencia. Miré a las mesas a mi alrededor. Mayoría de grupos de señoras bien charlando sobre los acontecimientos de la semana y los problemas de pareja. Volví la vista hacia la foto de ella para disfrutarla unos segundos más, como esa última pitada imprescindible del cigarrillo, y me despedí levantando ahora la mirada lentamente como si alguna fuerza superior se impusiera.

Y sí, era de suponer. En la mesa de enfrente, con una computadora parecida a la mía pero con la mirada puesta hacia la calle y con las manos sosteniéndose el rostro estaba ella sentada, sola y distraída. Sin cuestionarme tanto la providencia, di vuelta el reloj de arena y me prometí que cuando toda la arena hubiera caído, le mandaría un mensajito elocuente.

No podía no ser ella. Tenía la misma vincha, la misma expresión y un vestido pasado de moda pero tan bien llevado como en la foto. Mi corazón latía bastante deprisa recordándome que no le exigía mayores desafíos hacía ya algunos meses. Poca arena le quedaba al reloj. Comencé a mover los dedos sobre el teclado buscando inspiración y esperando el momento de la verdad. La arena se acabó. No tenía escapatoria.

-Se busca primera frase para introducirse a una desconocida sin parecer un loco suelto en la ciudad- atiné a escribir de un tirón.

Desde mi lugar detecté el momento en el que recibió el mensaje. Primero cara de incomprensión, luego leve sonrisa. No contestó.

-A mi también me inspira ver por la ventana. Da esa sensación de que el mundo es una pecera y uno está afuera, desentendido- insistí.

Levantó la vista de repente dándose cuenta de que el intruso estaba en la sala. Yo agaché la cabeza como un tonto dejando en claro mi amateurismo en el arte de la elegancia.

-Pica para todos los compas- apareció el mensaje en mi pantalla.


Me reí para mis adentros, seguramente algo de esa alegría se tradujo en mi expresión, agradecí a las redes sociales y en mi mente me imaginé haciendo un gigantesco gesto obsceno a todos aquellos que desde los balcones vociferan que con los avances tecnológicos hemos perdido el contacto cara a cara.

Tomando un sorbo de mi taza oriental, me hice la última promesa del día. Daría vuelta el reloj de arena y cuando el último granito hubiera caído, me acercaría a la mesa de ella y la invitaría a que probemos juntos una nueva variedad de infusión.