Camino a tomar un helado con la
mujer de mi vida, conocí a la mujer de mi vida. Estaba sentada en un banco de la plaza de
siempre. Esperaba a que su perrito
pekinés terminara la partida de ajedrez con su compañera salchicha. Me acerqué y se lo dije:
-Hola, usted es la mujer de mi
vida. Sólo deseo que la correspondencia
sea mutua.
Ella se acomodó el pelo cortito y
oscuro detrás de la oreja, y respondió:
-El hombre de mi vida no se parece
en nada a usted.
-Mire bien- le dije – haga un
esfuerzo.
Ajustó la mirada, achinó sus ojos
negros, como los de su pekinés. La
expresión la hacían más hermosa que nunca. Apenas terminaba de enamorarme cuando giró su
cabeza hacia el cielo.
-Mire, allí viene- dijo ahora con
los ojos bien abiertos.
Bajaba un globo aerostático rodeado
de golondrinas con rosas en los picos.
-El hombre de mi vida…- suspiró
encandilada.
La plaza entera se detuvo para
admirar el aterrizaje. El hombre estoico y real saltó la canastita del globo y
corrió a encontrarse con una mujer rubia y alta que lo esperaba hacía
años. Se besaron.
Yo di media vuelta para seguir mi
camino a la heladería a encontrarme con la mujer de mi vida; pero ni bien
emprendí la retirada, una chica apenas unos años menor que yo, delgada y con
los labios húmedos me interceptó:
-No me conocés, pero yo sí a
vos. Sos el hombre de mi vida.
Puso su mano en mi corazón. Yo apoyé mi mano sobre la suya; la tomé y se
la devolví a su propio corazón. No me
correspondía. No pude decírselo, pero
ella entendió. Se quedó pasmada, mirando
a la nada y dejando caer una lágrima sincera. Yo seguí mi camino: la mujer de
mi vida me esperaba a pocos suspiros, sentada en la mesita de madera de la
heladería de siempre con un naranjo regalándole la sombra justa, y sus manos
largas y elegantes dándole la vuelta a la página de nuestro libro favorito.