Caminé hasta llegar a un bosque. Me puse a pensar cuándo es
que empieza y cuándo termina. Hay árboles desperdigados y solitarios que de un
momento a otro se hacen bosque de árboles hermanos. Me vi entonces caminado entre ellos,
siguiendo senderos de tierra y polvo, esquivando raíces que causan tropiezos, hipnotizado
por las alturas y las presencias. Respiré
el aire puro que sólo los árboles saben crear y busqué el cielo celeste y
diáfano que se aparecía y se desaparecía entre las ramas.
Dejé de caminar por un segundo para escuchar el chirrido que
hacían algunos árboles. Se balanceaban mínimamente en un vaivén imperceptible
para la vista pero no para el oído.
Algunos de esos árboles tenían más de quinientos años y quizás esa señal
de inestabilidad la hacían desde hacía cincuenta. Intenté sumergirme en el tiempo de los
árboles, ser parte ínfima de su historia milenaria, pero mi cuerpo de humano no
estaba preparado para tanta inmensidad. Los
troncos eran anchísimos. Se extendían perpendiculares al suelo y recién a los tres
o cuatro metros comenzaban a aparecer las ramas con sus hojas verdes y
pequeñas, dentadas y con aromas cálidos.
Los troncos eran solitarios pero las ramas socializaban con las ramas de
otros árboles en las alturas. Detecté cuál
era el árbol que hacía el ruido que provocaba el suspenso y me quedé mirándolo. El vaivén del chirrido comenzó a acelerarse y
ya era tanto el movimiento que mis ojos llegaron a ver la alta copa del árbol
tambaleándose. Cómo un suicidio
contagioso, el árbol de enfrente comenzó a hacer lo mismo. Ambos chirriaban y se balanceaban. Habían vivido cientos de años para morir
frente a mí. Estaba por ser testigo de
la historia de la naturaleza -que es la verdadera historia-. De un momento a otro ambos árboles comenzaron
a caer como si sus raíces hubieran estado
entrelazadas y una provocara el desprendimiento de la otra. Ambos, enfrentados entre ellos, cayeron hacia
mí en forma de una cruz de aspa como la del santo pescador. El ruido fue monumental cuando los troncos se
encontraron con el suelo. El polvo se
levantó y por unos largos segundos se me nubló la vista. El punto donde ambos árboles se cruzaron
quedó justo en frente mío, y yo, rodeado de ramas y hojas, respiré profundo,
aliviado de estar vivo.
El destino me había parado en ese punto exacto y no veinte
centímetros más adelante. Ahora se escuchaba solamente el viento en lo alto moviendo
las ramas de los árboles de pie y algunos pájaros a la distancia. Ya había
pasado lo peor. Ahora podía seguir camino. O eso creí.
De detrás de los árboles
caídos se apareció el rey del bosque. El rey de la montaña. No lo había notado hasta que saltó de un
tronco a otro sin vacilar y provocó que las ramas de los árboles caídos se
sacudieran como inmensos sonajeros. Tal
vez fui partícipe de algún código secreto y épico. “El día que caigan dos
árboles en forma de X, el puma de montaña, rey del bosque y la montaña, que ha
permanecido en sueños por los últimos mil años, volverá.”
Lo primero que vi fueron sus garras amarrándose a las ramas.
Siguió su pelaje aterciopelado y elegante de un ocre que reflejaba como oro los
rayos de sol que se colaban entre las ramas.
En el momento en el que llegué a sus ojos él ya estaba mirándome fijo. Tenía
ojos de hambre, como si no recordara lo que era comer. Éramos el bosque, él y yo. Si corría moría, y si me quedaba quieto
seguramente también. Pero como no quería
morir agitado permanecí estático, intentando no temblar. Dos árboles habían caído frente a mí sin
quitarme la vida, y ahora un puma estaba dispuesto a devorarme. Empecé a hacerme promesas. Si sobrevivo juro que nunca voy a hacerle mal
a nadie, voy a vivir cada segundo como si fuera el último y no voy a quejarme
de nada nunca más. Se me apareció mi primer recuerdo. Las piernas de mi bisabuela agachándose para
abrir un armario antiguo, habitado por los más deliciosos chocolates. Me
entregaba uno para celebrar mi llegada al mundo. Y ahora, casi treinta años después,
ya estaba partiendo en las garras de un puma de montaña. Se me acercaba en
círculos hasta detenerse frente a mí para inspeccionarme y decidir por donde
comenzar la cena. Lo miré a los ojos pidiéndole
compasión pero no parecía querer perdonarme. No fui yo el que tiro los árboles,
Puma. Juro que no fui yo. Los árboles caen. Parecen invencibles pero a todos
les llega la hora. Abrió la boca grande y
mostró los colmillos afilados con puntas de sable. Llegué a sentir su aliento
sobre mi cara. Era el mismo aliento que el de Gurí cuando solía acercarse
mientras yo dormía en el suelo de la cocina.
Me lamía la cara para despertarme y sacarlo a pasear. Era el mismo
aliento animal, pero este no era indefenso como mi Gurí.
Comencé a despedirme de la vida. Había leído que es mejor morir sonriendo que
con miedo. Por eso intenté forzar una
sonrisa pero me era imposible. El miedo no me lo permitía. Cerré los ojos para esperar lo peor. Volví a intentar la sonrisa, mintiéndome,
diciéndome que ya era viejito y había vivido una vida larga y honrosa. Pude hacerlo. Sonreí apenas sin dejar de temblar. No sé cuánto tiempo habrá transcurrido pero
la espera me pareció eterna. Tanto es así que volví a abrir los ojos, casi indignado
por la demora del acto. Abrí los ojos y
el puma seguía frente a mí pero su mirada había cambiado. Sus ojos grandes y verdes seguían alertas
pero ya no acechaban. Ya no me miraba a
mí sino a un espacio algunos pocos centímetros delante de mí. Sin mover la cabeza, giré mi mirada levemente
para ver a mi lado, posado sobre una rama de uno de los árboles caídos, un
churrinche. Medía no más de 10
centímetros, pero sus plumas rojas y puras lo enaltecían. Se me cruzó el pensamiento de que el churrinche
trajo el color rojo a la Tierra. Fue el
primero. Tan bello era que por un
segundo olvidé que frente a mí había un puma salivando.
Luego ocurrió algo sorprendente. El churrinche dejó de mover la cabeza. Fue ahí
que me di cuenta que todos los pájaros mueven constantemente su cabeza
de un lado para otro con movimientos repentinos. Nunca se quedan quietos. Seguramente hacen
eso desde el momento en que nacen hasta que mueren. El churrinche se detuvo y miró fijo a un
punto. El mismo punto exacto al que miraba el puma. No me quedó más que mirar al mismo
punto. La escena se repetía. Lo mismo
que había sucedido hacía algún tiempo en la estación de subte con el vagabundoy el Husky Siberiano volvía a suceder con un puma demencial y un churrinche
diminuto. Formamos un triángulo perfecto
mirando fijamente al centro. Los tres mirábamos un punto, un único punto en el
universo. Allí se dibujó una pirámide,
idéntica a la de aquella vez, y dentro
de esa pirámide, un nuevo centro de luz incandescente. Fui
puma y fui pájaro también. Fui bosque y árbol caído. Me olvidé de mí y de todo lo que había
acontecido hacía apenas unos minutos atrás.
El universo se volvió un lugar sin misterios. La luz creció y creció poderosamente hasta empujarnos
hacia atrás como una explosión. Yo me
caí al suelo y mientras me reincorporaba pude ver al puma alejándose asustado
como un gatito doméstico. Al churrinche no volví a verlo. La luz del sol había disminuido; en pocas
horas se haría de noche y a mí me esperaba una larga caminata a casa. Me sacudí el polvo de la ropa y di media
vuelta dejando atrás el bosque.