domingo, 24 de abril de 2011

Historia 6: Tratado de cómo se rompe el hielo.

El viernes por la mañana le hablé a una chica en el colectivo en representación de todos los hombres que se enamoran tres veces por semana en un transporte público.

Era temprano y tanto el día como yo habíamos amanecido hacía demasiado poco. Todavía tenía los ojos entrecerrados como un cachorrito recién nacido y mis cuerdas vocales aún no habían emitido sonido alguno. Siendo tan temprano podía elegir sentarme en cualquier lugar del colectivo pero decidí sentarme justo al lado de ella que leía el último libro de Murakami. Me refregué los ojos, corregí mi voz y con una seguridad enternecedora me hice entender:




-Disculpá, ¿quisieras pasar el resto de tu vida conmigo?-




Como tenía los audífonos puestos, alcanzó a darse cuenta de que le hablaba pero no entendió mis palabras. Ahora sí se sacó los audífonos y me preguntó cordialmente si le había hablado.

-Sí...te preguntaba....si....está bueno el último de Murakami...- balbucié.

Era realmente imposible repetir la primera frase nuevamente, creanle a este humilde Casanova.

-Lo acabo de empezar, todavía no puedo juzgarlo la verdad

Y casi mientras contestaba volvía a ponerse los audífonos, clara señal de no tener ansias de sociabilizar.


Miré para atrás solamente por incomodidad y con unas urgentes ganas de desaparecer. Una viejita que claramente había atestiguado toda la escena fijó su mirada en mí haciendo un dulce gesto al inclinar la cabeza para un lado, entrecerrar los ojos y sonreír con la boca cerrada. Con esa mueca me decía que si tuviera cincuenta años menos ella hubiera pasado el resto de su vida junto a mi. Debo admitir que su gesto me subió el ánimo y le dí así una nueva chance a este día que recién comenzaba.





domingo, 17 de abril de 2011

Historia 5: Delivery de amor propio

Por estos últimos días cálidos del fin de la estación de los helados y las mariposas , salir a pasear por el barrio es siempre una opción; más aún cuando tomamos conciencia de que pasará mucho tiempo hasta que las mujeres vuelvan a relucir sus hombros y tobillos. Fue en una de estas caminatas matutinas en las que vi una escena para guardar.

Un muchacho de uniforme rojo y azul contratado por un hipermercado llevaba en un carrito una numerosa cantidad de compras. De repente, frenó vehementemente con su pie derecho, como si se hubiera olvidado de algo imprescindible; y con un movimiento un tanto nervioso metió su mano en una de las bolsas que transportaba. Una vez que su mano estaba en la bolsa, levantó la mirada muy sutilmente haciendo un paneo de 360° para sacar a continuación un alfajor de tamaño considerable. Lo abrió también lentamente y lo degustó con los ojos cerrados como si fuera un verdadero Gourmet del Bagley Blanco y Negro.

No era éste momento de pensar en las represalias que traerían como consecuencia este mero acto hedonista. Sabía bien que Doña Susana llamaría indignada porque su caja de 24 alfajores tenía 23 en vez, y que seguramente lo citarían a la oficina del gerente de piso -que había hecho una capacitación para despedir empleados- y le diría que un supermercado de renombre no podía permitir dicho comportamiento. No era éste momento de pensar en su madre que necesitaba que él trabaje para poder comprarle los útiles a su hermanita, ni de pensar en la guitarra para la que estaba ahorrando desde hacía 2 años. Era momento de mancharse la boca de chocolate y hacerle la señal del dedo cordial al mundo entero que lo atormentaba desde prematura edad con responsabilidades que no le correspondían.

lunes, 11 de abril de 2011

Historia 4: Y en la calle codo a codo.

Cantar es un ritual que todos deberíamos practicar cotidianamente. Cuando cantamos respiramos, y ese aire que renovamos viene cargado con algo más que oxígeno, con algún elemento aún no descubierto por la química moderna. No solamente eso. Cantar puede traer consigo historias memorables. Más aún cuando lo hacemos en la calle.

Había salido tarde del trabajo y necesitaba urgentemente caminar para mover las piernas y que la sangre volviera a circular nuevamente por mi cuerpo. Ya habiendo pateado un par de cuadras y entrado en ritmo me surgió una imperante necesidad de cantar. He llegado hasta tu casa. Yo no sé cómo he podido. Si me han dicho que no estás, que ya nunca volverás. Y para cuando había llegado al semáforo, un señor de unos sesenta años con la nariz roja y más pelos en las cejas despeinadas que en la cabeza, se acopló a mi despliegue escénico para que entonemos juntos. ¡Nada nada más que tristeza y quietud! Nadie que me diga si vives aún. ¿Dónde estás? Para decirme que hoy he vuelto arrepentido a buscar. ¡Tu amor! Y el señor me miró, y yo lo miré al señor. Y el semáforo se puso verde para nosotros y rojo para el mundo que se había paralizado por un segundo para contemplar un momento mágico e irrepetible.

domingo, 3 de abril de 2011

Historia 3: Falso impostor

Caminando por una transitada avenida porteña, una señora que bien podría haber sido abuela mía me paró sin disimulo:

-¡Guillermo! Querido, ¿cómo estás? ¡Qué buen mozo estás!

- Disculpe, señora pero yo no me llamo….

-Estás igualito a tu padre cuando lo conocí. Tenés su misma mirada y hasta sus mismas manos.

-Perdone señora pero usted tiene que entender que…

-¡Siempre tan amable y simpático mi Guillermito! ¿Cómo están Carlota y los chicos?

En un breve instante evalué la situación y consideré que sería mejor tomar el camino que nos hiciera un poco más felices a todos.

-Carlota…este… bien- tomé carrera antes de sumergirme en la verborragia improvisada - …con esa sonrisa tan grande que la caracteriza. Y los chicos están grandes. Santi toca la guitarra todo el día, parece que heredó los genes del tío. Y Rodrigo está noviando con una chica de su año. ¿Cuándo venís a comer a casa? Los chicos siempre preguntan por vos, y Carlota extraña tus pascualinas y tu forma tan particular de hacer el té.