Los vagabundos son seres especiales. Siempre me han
llamado la atención. Son personas que trascienden la geografía ya
que son marginados en el mismo corazón de las ciudades, allí donde
todo sucede. Suelen ser personas capaces con pasados integrados que
en algún momento las circunstancias comenzaron a llevarlos por
caminos que jamás imaginaron. Médicos, hombres de familia, ávidos
lectores cultivados que hoy viven sobre bolsas mirando al horizonte
con una mano hacia afuera y el anhelo de que algún transeúnte les
deje un cambio para poder comprar la comida del día.
Los vagabundos cumplen un rol simbólico sumamente
distinto al de los individuos humildes que piden en la calle. La
pobreza es un flagelo social y estructural. Resolverlo implica
llevar a cabo complejos planes de políticas públicas. Los
vagabundos en cambio seguirán allí independientemente de los
contextos económicos y los gobiernos de turno. Los vagabundos viven
en las calles para recordarnos a cada uno de los que caminamos todos
los días la ciudad que cualquiera de nosotros puede caer en esa
situación el día de mañana. Dicen que el hombre que vive en Santa
Fe y Scalabrini era un abogado exitoso, yo también soy un abogado y
ni siquiera soy exitoso. Dicen que la mujer de Agüero es madre de
cinco hijos, yo voy por el tercero y a veces siento que no doy
abasto.
Desde que volví de un largo viaje, podríamos decir
que estoy convencionalmente desempleado. No tengo un horario fijo
en el cual estar en una oficina. No tengo aguinaldo, jubilación ni
dirección de mail laboral. Y por sobre todas las cosas no tengo un
ingreso fijo asegurado a fin de mes. Algún trabajador independiente
me dirá que él o ella estan en la misma situación y no se sienten
desempleados. Les diré que claramente tienen razón, pero que yo a
duras penas podría considerarme un trabajador freelance, ya que ni
siquiera poseo un oficio definido o lo que solemos referirnos como
“profesión”.
Por está razón es que mis caminatas por la ciudad
se han tornado habituales, y mi relación con los vagabundos del
barrio, más cercana. Tal es así que en más de una ocasión me senté a conversar con uno que vive a pocas cuadras de mi casa. Me
senté a su lado y me dijo “sos bienvenido” mientras sonreía con
sarcasmo. La conversación se dio naturalmente. Luego de hablar del
frío y de la agresión de la gente en la calle le pregunté su
nombre:
- Si te digo mi nombre, no me lo vas a creer - me
dijo con seguridad.
- Vos decime tu nombre y después yo te digo si te
creo o no.
- Yo soy Magoya. El mismísimo. El único.
Sabía que luego de enunciar su nombre seguía una
explicación minuciosamente guionada, por lo que permanecí callado
para darle lugar.
- Todo lo que la gente no quería hacer lo solía
hacer yo. Cobraba platos rotos, escuchaba secretos que prefería
olvidar, hacía trámites eternos y tantas otras cosas. Tuve una
época de demasiado trabajo, haciéndome cargo de cosas que no me
correspondían. La gente dejaba todo en mis manos y si yo no lo
hacía no había nadie para hacerse cargo. Era una especie de súper
héroe que nadie sabe de su existencia. Cada vez era más grande la
demanda. La gente se percataba de que si ellos dejaban pendientes
sin hacer, de algún modo se resolvían, y esa actitud comenzó a
expandirse hasta volverse epidémica. Lo que ellos no sabían era
que Magoya no podía hacerse cargo de absolutamente todo, y acá
terminé, hermano, exhausto y sobrepasado.
- ¿Y hoy quién se ocupa?- le pregunté a Magoya
totalmente inmerso en la conversación.
-Nadie, hermano. Hoy no se ocupa nadie. Por eso las
cosas están como están.
Me quedé sentado al lado de Magoya, como esperando
que alguien me dijera con certeza cuánta verdad había en sus
palabras. Al cabo de algunos largos segundos me di cuenta que nadie
me daría la respuesta. El hombre notó mi confusión y se acercó
con tranquilidad de sabio. Pude oler ese aroma de días sin aseo
que tan poco conocemos en la ciudad. Los autos pasaban tocando
bocinas, ignorando el momento trascendental que acontecía frente a
sus narices. Mientras colocaba su mano sobre mi hombro, el
vagabundo me miró fijo a los ojos y me dijo: “Yo no sabía que
era Magoya hasta que un día me di cuenta. Que no te pase lo mismo
que a mí, hermano”
Ahí nomás comprendí
algunas cosas. Ciertas cuestiones que resonaban hacía tiempo de
golpe tomaron forma. Magoya escuchaba la AM con un ojo puesto en mí,
conciente de las realizaciones que me sucedían y sonriéndose con
orgullo. Me ofreció su último cigarrillo y se lo negué con la
cabeza. Tomó una petaca de ron casi vacía y me ofreció eso.
También la negué. El me miró consternado, como si rechazar un
sorbo de alcohol fuera un sacrilegio.
- A veces es más difícil hacerse cargo de uno
mismo que de los otros – le devolví mientras me paraba y comenzaba a emprender la retirada.
Ahora fue Magoya el que inició su propia
introspección. Lo saludé dándole fuerte la mano, pero él apenas
registró el saludo. Permaneció con la mirada perdida, pensando
intensamente en algo. En unos días volveré a pasar por la misma
esquina. Espero no encontrarme con Magoya.