miércoles, 6 de junio de 2012

Historia 24: Vagabundo por elección


Los vagabundos son seres especiales. Siempre me han llamado la atención. Son personas que trascienden la geografía ya que son marginados en el mismo corazón de las ciudades, allí donde todo sucede. Suelen ser personas capaces con pasados integrados que en algún momento las circunstancias comenzaron a llevarlos por caminos que jamás imaginaron. Médicos, hombres de familia, ávidos lectores cultivados que hoy viven sobre bolsas mirando al horizonte con una mano hacia afuera y el anhelo de que algún transeúnte les deje un cambio para poder comprar la comida del día.
Los vagabundos cumplen un rol simbólico sumamente distinto al de los individuos humildes que piden en la calle. La pobreza es un flagelo social y estructural. Resolverlo implica llevar a cabo complejos planes de políticas públicas. Los vagabundos en cambio seguirán allí independientemente de los contextos económicos y los gobiernos de turno. Los vagabundos viven en las calles para recordarnos a cada uno de los que caminamos todos los días la ciudad que cualquiera de nosotros puede caer en esa situación el día de mañana. Dicen que el hombre que vive en Santa Fe y Scalabrini era un abogado exitoso, yo también soy un abogado y ni siquiera soy exitoso. Dicen que la mujer de Agüero es madre de cinco hijos, yo voy por el tercero y a veces siento que no doy abasto.
Desde que volví de un largo viaje, podríamos decir que estoy convencionalmente desempleado. No tengo un horario fijo en el cual estar en una oficina. No tengo aguinaldo, jubilación ni dirección de mail laboral. Y por sobre todas las cosas no tengo un ingreso fijo asegurado a fin de mes. Algún trabajador independiente me dirá que él o ella estan en la misma situación y no se sienten desempleados. Les diré que claramente tienen razón, pero que yo a duras penas podría considerarme un trabajador freelance, ya que ni siquiera poseo un oficio definido o lo que solemos referirnos como “profesión”.
Por está razón es que mis caminatas por la ciudad se han tornado habituales, y mi relación con los vagabundos del barrio, más cercana. Tal es así que en más de una ocasión me senté a conversar con uno que vive a pocas cuadras de mi casa. Me senté a su lado y me dijo “sos bienvenido” mientras sonreía con sarcasmo. La conversación se dio naturalmente. Luego de hablar del frío y de la agresión de la gente en la calle le pregunté su nombre:
- Si te digo mi nombre, no me lo vas a creer - me dijo con seguridad.
- Vos decime tu nombre y después yo te digo si te creo o no.
- Yo soy Magoya. El mismísimo. El único.
Sabía que luego de enunciar su nombre seguía una explicación minuciosamente guionada, por lo que permanecí callado para darle lugar.
- Todo lo que la gente no quería hacer lo solía hacer yo. Cobraba platos rotos, escuchaba secretos que prefería olvidar, hacía trámites eternos y tantas otras cosas. Tuve una época de demasiado trabajo, haciéndome cargo de cosas que no me correspondían. La gente dejaba todo en mis manos y si yo no lo hacía no había nadie para hacerse cargo. Era una especie de súper héroe que nadie sabe de su existencia. Cada vez era más grande la demanda. La gente se percataba de que si ellos dejaban pendientes sin hacer, de algún modo se resolvían, y esa actitud comenzó a expandirse hasta volverse epidémica. Lo que ellos no sabían era que Magoya no podía hacerse cargo de absolutamente todo, y acá terminé, hermano, exhausto y sobrepasado.
- ¿Y hoy quién se ocupa?- le pregunté a Magoya totalmente inmerso en la conversación.

-Nadie, hermano. Hoy no se ocupa nadie. Por eso las cosas están como están.

Me quedé sentado al lado de Magoya, como esperando que alguien me dijera con certeza cuánta verdad había en sus palabras. Al cabo de algunos largos segundos me di cuenta que nadie me daría la respuesta. El hombre notó mi confusión y se acercó con tranquilidad de sabio. Pude oler ese aroma de días sin aseo que tan poco conocemos en la ciudad. Los autos pasaban tocando bocinas, ignorando el momento trascendental que acontecía frente a sus narices. Mientras colocaba su mano sobre mi hombro, el vagabundo me miró fijo a los ojos y me dijo: “Yo no sabía que era Magoya hasta que un día me di cuenta. Que no te pase lo mismo que a mí, hermano”
Ahí nomás comprendí algunas cosas. Ciertas cuestiones que resonaban hacía tiempo de golpe tomaron forma. Magoya escuchaba la AM con un ojo puesto en mí, conciente de las realizaciones que me sucedían y sonriéndose con orgullo. Me ofreció su último cigarrillo y se lo negué con la cabeza. Tomó una petaca de ron casi vacía y me ofreció eso. También la negué. El me miró consternado, como si rechazar un sorbo de alcohol fuera un sacrilegio.
- A veces es más difícil hacerse cargo de uno mismo que de los otros – le devolví mientras me paraba  y comenzaba a emprender la retirada.
Ahora fue Magoya el que inició su propia introspección. Lo saludé dándole fuerte la mano, pero él apenas registró el saludo. Permaneció con la mirada perdida, pensando intensamente en algo. En unos días volveré a pasar por la misma esquina. Espero no encontrarme con Magoya.