jueves, 9 de octubre de 2014

Historia 40: La mujer de mi vida




Camino a tomar un helado con la mujer de mi vida, conocí a la mujer de mi vida.   Estaba sentada en un banco de la plaza de siempre.  Esperaba a que su perrito pekinés terminara la partida de ajedrez con su compañera salchicha.  Me acerqué y se lo dije:

-Hola, usted es la mujer de mi vida.  Sólo deseo que la correspondencia sea mutua.

Ella se acomodó el pelo cortito y oscuro detrás de la oreja, y respondió:

-El hombre de mi vida no se parece en nada a usted.

-Mire bien- le dije – haga un esfuerzo.

Ajustó la mirada, achinó sus ojos negros, como los de su pekinés.  La expresión la hacían más hermosa que nunca.  Apenas terminaba de enamorarme cuando giró su cabeza hacia el cielo.

-Mire, allí viene- dijo ahora con los ojos bien abiertos.

Bajaba un globo aerostático rodeado de golondrinas con rosas en los picos.

-El hombre de mi vida…- suspiró encandilada.

La plaza entera se detuvo para admirar el aterrizaje. El hombre estoico y real saltó la canastita del globo y corrió a encontrarse con una mujer rubia y alta que lo esperaba hacía años.  Se besaron.

Yo di media vuelta para seguir mi camino a la heladería a encontrarme con la mujer de mi vida; pero ni bien emprendí la retirada, una chica apenas unos años menor que yo, delgada y con los labios húmedos me interceptó:

-No me conocés, pero yo sí a vos.  Sos el hombre de mi vida.

Puso su mano en mi corazón.  Yo apoyé mi mano sobre la suya; la tomé y se la devolví a su propio corazón.  No me correspondía.  No pude decírselo, pero ella entendió.  Se quedó pasmada, mirando a la nada y dejando caer una lágrima sincera. Yo seguí mi camino: la mujer de mi vida me esperaba a pocos suspiros, sentada en la mesita de madera de la heladería de siempre con un naranjo regalándole la sombra justa, y sus manos largas y elegantes dándole la vuelta a la página de nuestro libro favorito.



lunes, 1 de septiembre de 2014

Historia 39: Reencuentro familiar



Sol adentro. Sol afuera.  Salgo a caminar y termino en el río. Me siento a contemplarlo, a él y a todo lo que él representa.  Pienso en todas las veces que otros humanos hicieron lo mismo, en este río y en todos los ríos de este mundo.  Junto mis manos para poder seguir con el momento. Sin saberlo le agradezco por estar allí siempre, a pesar de que yo no estoy siempre para él.  Así me quedo un rato.  Veo una mujer de mi edad pasar a mi lado.  Sigue de largo hasta que la orilla se vuelve agua.  Parada come una manzana mientras mira ella también el río.  Yo sólo veo su melena desde atrás y su mano con la manzana que a un ritmo pausado se lleva a su boca y ahí escucho ese sonido que sólo morder una manzana genera.  Me gustaría verle la cara.  Intento imaginarla pero se me aparecen todas las mujeres que amé y todas las que me amaron.  Es un rostro sumamente bello y conocido por mí, pero apenas sopla una brisa desaparece.   Con la misma brisa ella se da vuelta y comienza a caminar hacia mí.  Se acerca sonriendo y se sienta a mi lado.

-¿Nos conocemos de antes, no?- le pregunto.

-Sí. Fuimos hermanos hace no mucho tiempo – me responde sin dejar de sonreír.

Dejo de mirar el río.  Un pajarito se gana mi atención porque se acerca más de lo acordado entre especies.  Tiene un pico con la punta de aguilucho y le falta una pata.  Hacemos un nuevo acuerdo:  yo no le voy a hacer nada y él se acercará aún más.  Ella también lo mira.  Estamos asombrados por su valentía.  Al ver que podemos convivir sin hacernos daño, una pájara más inflada con cara de señora que va hacer las compras se acerca y se suma a la ronda.  Falta uno que viene rebotando a lo lejos. Es negro y alto, con un cuerpo fibroso de atleta.  Llega saltando y frena al lado de la señora copetuda.  Justo donde se para, el sol pega en sus plumas y las convierte en un azul tornasolado. 
 Ya está. Somos todos. La familia vuelta a reunirse después de tiempos inmemorables.  Ella, de mi misma especie, me mira –siempre sonriendo- y con su mano toma mi mano.  Con mi otra mano envuelvo nuestras dos manos, y ella apoya su cabeza en mi hombro.  Volvemos la mirada al río y así nos quedamos, escuchando lo que tiene hoy para enseñarnos. 

lunes, 11 de agosto de 2014

Historia 38: Conferencia extraordinaria

Los hechos que voy a contar en esta historia ocurrieron tal cual se los narraré.  En esta ciudad - como en todas las ciudades del mundo- hay una red de acontecimientos extraordinarios sucediendo simultáneamente mientras en las superficies los tacos de los caminantes suenan apurados contra el asfalto.    Esta historia hace referencia a tan solamente algunos de ellos dejando al lector la siempre libre alternativa de incluirlos en su sistema de creencias como verdaderos o dejarlos en la góndola de literatura fantástica para visitarlos únicamente cuando el ocio llama a la puerta.

Era martes y uno de esos días, como hoy, en los que el invierno ya coquetea con la despedida.  El sol tostaba lo justo y los transeúntes llevaban todo su abrigo bajo el brazo.  A media mañana yo volvía del dentista y mi molestia en las muelas no se había disipado con el tratamiento, puesto que el mundo que me rodeaba me resultaba un lugar hostil y desventurado.  Caminaba por la vereda de una de nuestras grandes avenidas para encontrarme con una fila de aproximadamente ochenta personas, todas disfrazadas, esperando para entrar a un hotel.  Me había cruzado en otra ocasión con convenciones de tatuadores, magos, y hasta de obreros cristianos, pero esta vez no lograba detectar con precisión de qué se trataba.  Algunos hombres tenían barbas largas y blancas pero estaban vestidos con jean y camisa, había mujeres con vestidos largos que arrastraban y ni se preocupaban por que los otros en la fila los pisotearan.  Había niños que no parecían estar acompañados de sus padres, simplemente se paraban a esperar, sin hablar.  Había hombres de estaturas sospechosamente bajas, que con maquillajes sorprendentes habían logrado narices respingadas y orejas puntiagudas.  Si me preguntan, diría que era una convención de brujas y elfos, pero a esta altura ni siquiera sé bien qué es lo que eso significa.

Seguí mi instinto y me sumé a la fila.  Así son mis días últimamente: inverosímiles e impredecibles.  Procuré no hablar con nadie para evitar sospechas.  Simplemente me paré y permanecí en silencio con una actitud indiferente, tratando de imitar a dos chicos en frente mío que lo hacían a la perfección.   Pasaron veinte minutos hasta que la fila empezó a avanzar.  Para mi sorpresa nadie me preguntó nada.   Avancé hasta llegar a un salón de convenciones, igual a todos los salones de convenciones del mundo.  No parecía haber nadie que liderara la conferencia.  No bien todos hubieron entrado al salón y encontrado un asiento, se apagaron las luces y en la oscuridad alguien tomó un micrófono y comenzó a recitar una especie de rezo que alternaba el español con un idioma que a mis oídos se emparentaba con el celta.  Me aburría bastante lo que estaba sucediendo, me aburría tanto que entre la luz apagada y la voz grave y profunda que salía de los amplificadores, comencé a entrar en un estado de somnolencia.   Tanto es así que cuando volvieron a encender las luces, por unos instantes no reconocí dónde estaba ni cuánto tiempo había transcurrido.

Ya con las luces tenues encendidas, una señora con el cabello largo y amarillo se paró entre la gente y pidió el micrófono.  De la nada comenzó a hablar de mitología y de historias fantásticas de seres en otros planetas.  Ahora sí ya estaba listo para irme y seguir con mi día.  Me paré sigilosamente para no interrumpir ni llamar la atención y justo cuando esgrimí el primer movimiento, lo mismo hicieron todos los presentes.  Ochenta personas se pararon de golpe, sin haber recibido ninguna indicación.  Temí hacer otro paso y que todos lo replicaran.  Hubiera sido de lo más extraño; por eso permanecí unos segundos parado para ver cómo seguía esta historia.  Nada parecía pasar. Todos parados y en silencio, mirando hacia el frente concentrados en un horizonte que yo no distinguía.  Impaciente, di un paso prudente hacia mi derecha para comenzar finalmente a retirarme.  Rocé mi zapato con la pierna del hombre parado a mi lado, y para disculparme le tomé levemente el brazo. El hombre, viejo él, con una barba larguísima y gris, en vez de darse vuelta para mirarme o devolverme el gesto, hizo algo que jamás hubiera esperado.

-¡GRRRRACIAS!- gritó con desenfreno al aire - ¡GRAAACIAS, PADRE SOL Y MADRE TIERRRRA! ¡TODO ARTURUS Y TODO PLEYADES, AGRADECIDOOOOOS!

Todo el salón giró la cabeza y miró al hombre y - como consecuencia- a mí que estaba pegado a él.  El hombre extendió sus brazos hacia arriba y abrió sus manos como si alguien estuviera lanzando alimento o billetes desde el cielo.  El salón entero empezó a cantar una serie de vocales sueltas.  La melodía era simple y cadenciosa.  Todos cantaban:  AH UH, AH UH, AH UH….HUE LEH, HUE LEH… Todos menos yo, que me quería ir porque ya el aburrimiento se había tornado en un leve temor.  

Uno de los chicos que había estado en frente mío en la fila se acercó y se paró a mi lado.  Sus ojos estaban clavados en mí y sonreía.   

-¿Qué pasa?- le susurré.

-Cantá- dijo con una voz aguda – cantá y vas a ver qué pasa.

Me sentí inhibido.  Además, no cantaba desde 7mo grado, cuando la Señorita Mónica, maestra de música, me dijo que mi mejor versión era cuando dejaba largos silencios de redondas.  El muchachito volvió a mirarme y ahora me tomó de la mano.

-Va a estar todo bien- dijo.


Algo en esas palabras hicieron que me relajara.  Apenas esbocé una vocal y en seguida me adherí al canto colectivo.  Con timidez mi canto se expandía de a poco y no pude evitar cerrar los ojos para sentir la unidad en la piel.  Cuando volví a abrirlos, el hombre que había estado a mi lado ya no estaba.  Lo busqué a mi alrededor y tampoco, hasta que miré hacia arriba.  Se había elevado unos tres metros.  Busqué las sogas, el arnés, pero no había nada de eso.  Era su cuerpo flotando en el aire.  De la sorpresa tuve que dejar de cantar, se me cortó el aire.  Ni bien paré, el hombre comenzó a descender y el chico volvió a tomarme de la mano para que volviera a cantar.   Retomé el canto, ahora más fuerte que antes, y el hombre volvió a ascender.  Algo se apoderó de mí, comencé a decir unas palabras que no venían de mí.  Yo las gritaba y el salón las repetía -me gustaría reproducirlas ahora pero intento recordarlas y aparece un blanco en mi mente-. Pronto comenzamos a levitar todos los presentes. Nos despegamos apenas unos centímetros por sobre el suelo.  Sentí una levedad que jamás había sentido.   Yo no era mi cuerpo sino el que se elevaba, el que cantaba.  Había algo minúsculo de mí que me mantenía en el salón, y algo inmenso e inconmensurable que me elevaba.  Miré a mi alrededor, a un lado el hombre de barba larga y gris, al otro, el muchacho que me había regalado su confianza.  El canto fue disminuyendo y de a poco todos comenzamos a descender. Sentí el peso volver hacia mí, y con él, el dolor de muelas y mi agenda del resto del día.  Las luces se encendieron del todo y las puertas del fondo se abrieron. Nadie dijo nada. Todos salimos marchando en silencio.  Busqué, sin éxito, al chico que me había hablado hacía unos minutos. Busqué al hombre de barba larga y gris pero tampoco lo encontré.  Fui devuelto a la vereda de la gran avenida, con los peatones golpeándome con el hombro para pasar.  Llevé mi mano a mi mandíbula como si eso ayudara.  Necesitaba urgente una farmacia que calmara mi dolor. 

jueves, 19 de junio de 2014

Historia 37: Siguiendo la huella hasta llegar a ella


“Necesito tres copias de cada página, desde la 35 hasta la 204, a partir de la 205 solamente las impares, dos copias de cada una, por favor. Las primeras doble faz y A4, las segundas, anilladas pero en papel oficio. ¿Qué es eso que suena en la radio? ¿Prince?”

Algo así dijo la chica que estaba adelante mío en la librería.  El chico que atendía la escuchó con atención sin que se le moviera una pestaña.  Admiro a las personas que sacan fotocopias.  Requiere una concentración que no tengo y que nunca tendré.

Yo solamente tenía que sacarle una copia a mi DNI, pero tuve que esperar a que se completara la operación entera que me antecedía.  Así funcionan las filas.  No pude no curiosear los libros que fotocopiaba la chica de adelante.  Me alcé en puntitas de pie para intentar leer el título del primer libro.  Decía algo sobre los chakras y sus colores.  Esperé a que corriera la tapa del primero para ver el título del segundo: “Respiración ovárica”. Me asusté un poco.  Debo haber hecho algún gesto porque la chica soltó una sonrisa.  Tenía rulos y unos pantalones estampados.  Llevaba en su espalda una mochila de estilo camping, cargada de más libros y algunos instrumentos de percusión.   Me pescó mirándola justo cuando estudiaba sus pechos. No pude evitarlo. Tenía una remera de un naranja gastado que rozaba el no color:  la transparencia.  Y no había rastros de corpiño.  A la legua se distinguía que se había despedido de los corpiños hacía ya años.  Todo en ella parecía natural.  Pensé en un universo que busca el equilibrio.  Ella tiene toda esa naturalidad para compensar la que yo nunca tendré.  Reflexionaba con la boca abierta y la mirada perdida en la remera pegada a su cuerpo.  Cuando volví del pensamiento ella se estaba riendo de mí.  Me sonrojé y no supe dónde meterme.  Lo único que me salió fue esconderme detrás del mostrador y ponerme a jugar con los lápices de Disney. 

Finalmente terminó de fotocopiar todo y le pagó al muchacho en la caja.  Le dieron el vuelto, y veo que sobre un billete de dos pesos bastante maltratado escribe algo con una birome que toma prestada.  Se da vuelta, me mira a los ojos, me sonríe, me lo entrega y se va como salticando de la librería.

Todo pasó muy rápido.  No tuve tiempo de nada.  A veces me parece que funciono satelitalmente, con “delay”.  Hice mis fotocopias y salí yo también del local.  Mientras caminaba por la avenida me metí la mano en el bolsillo de mi pantalón para rescatar el billete que la chica me había entregado.  Bartolomé Mitre me guiñaba un ojo y tenía unos bigotes parientes de Dalí.  El número de serie estaba tachado y en vez se leía un número que todo indicaba era de un teléfono. 

No era una chica para mí.  Parecía demasiado libre, demasiado intensa.  No iba a poder seguirla.  Un día iba a querer dejarlo todo y que nos fuéramos a vivir a la selva. Y eso me aterraba.  Me volví a meter el billete en el bolsillo y seguí caminando hacia la secretaría para presentar mi DNI y otros formularios que me exigía el ministerio.

El día siguió como suelen seguir muchos de mis días, con pequeños acontecimientos que me van empujando sutilmente de un lugar a otro, en el que toda acción borra a la anterior sin dejar ningún rastro.  Para cuando llegó la noche y me senté a comer mis sorrentinos de zapallo en la intimidad de mi departamento, la chica de los pechos libres era ya un recuerdo de un escenario lejano y superado.  Tanto es así que había olvidado por completo que tenía su número de teléfono.  Ella me lo había entregado, pretendía que la llamara.  Quería conocerme, y por qué no, quererme.   Algo de repente entró en mi cuerpo.  Una sensación de liviandad, de oportunidad.  Tomé el vaso de agua y me lo engullí entero sin respirar.  Acto seguido, metí la mano en mi bolsillo para buscar el billete y llamarla.  La decepción fue aplastante al darme cuenta de que el billete no estaba donde lo había dejado.  Busqué en todos mis bolsillos y nada. Busqué en mi mochila y tampoco.  Traté de hacer memoria.  Retrocedí y llegué hasta el hecho más probable.  Tomé mi campera y bajé a la fábrica de pastas de la esquina.  Entré desesperado, como si hubiera perdido un hijo. 

-Disculpá.  Yo estuve hace un rato acá comprando unos sorrentinos de zapallo.  Muy ricos estaban.   Pero no vengo por eso.  Creo que te pagué con un billete de dos.  Resulta que ese billete tiene un número de teléfono muy importante para mí – me sorprendí de poder ser tan claro en mi locución.

El señor que atendía, grueso y estático, con esos bigotes que abundan en las comisarías, seguramente ya curado de espanto por tanto cliente demente que entra a su local por día, me relojeó con la mirada para ver hasta donde llegaba mi locura.  Debo haber pasado el examen porque hizo sonar la campanita de la caja registradora.   Buscó unos segundos hasta que apretándose los labios dijo:

-No tengo ningún billete de dos,¿sabés? Me quede sin.

Vi mi esperanza golpearse contra una ventana como una paloma engañada por la ilusión de la transparencia.  El señor se quedó parado esperando a que el próximo loco se asomara por el local.   Fue extraño como ese sentimiento de decepción  me abandonó en seguida y lo que había sentido en mi mesa comiendo sorrentinos, esa levedad de creerlo todo posible, volvió a apoderarse de mí. 

-¿No sabés a quién le diste tu último billete de dos pesos?- le pregunté al señor de huesos grandes que me devolvió por primera vez una mirada de sorpresa.

Podría haberme echado de mala gana, pero algo en él lo hizo recapitular.  Tal vez fue el sentimiento de sentirse parte de una epopeya que lo trascendía. 

- Dejame que piense- me dijo mientras se rascaba la cabeza -  puede ser que se lo haya llevado un muchacho de camisa a cuadritos.

Abrí mi campera para mostrarle que era yo el muchacho de camisa a cuadros.  Ahora se peinaba los bigotes como un Sherlock tano y con sobrepeso.

-¡Ya sé! La señora Aldana seguro se lo llevó.  Estuvo hace un rato por acá y ella siempre me pide cambio para comprar esos caramelitos de morondanga.  

El hombre estaba radiante, orgulloso de haber revelado el misterio. Me dio la dirección de la señora Aldana y le prometí que volvería para contarle cómo terminaba mi historia.

Salí corriendo a tocarle el timbre a la primera sospechosa.  Quedaba a unas seis cuadras.  Corrí por la avenida y ya podía ver a la muchacha de rulos corriendo a mi lado con sus pechos libres rebotando con cada paso y los autos frenándose y chocándose unos con otros por dejarnos pasar.  Los perros corriendo a nuestro lado, los pájaros orientándonos y los gatos maullándole a la luna anunciando que el amor había llegado.

Debía tomarme un ascensor para llegar al tercer piso de la señora Aldana pero no aguanté la espera y subí por las escaleras.  Toqué el timbre y en seguida la puerta se abrió dejando colarse un aroma a cebolla y hervor que la literatura jamás podrá alcanzar a describir.  Era la señora Aldana:

-¿Quién sos y qué querés? – me recibió.

-Esto le va a resultar raro, pero le explico. Soy cliente de la fábrica de pastas, igual que usted. Perdí un billete de dos pesos que tenía un número muy valioso para mí.  Le pregunté al señor del local y me dijo que tal vez usted podía tener el billete- me volví a sorprender por la claridad de mis ideas.

-No nene, yo no tengo ningún billete para vos. Estamos por comer acá- respondió mientras cerraba la puerta.

-¡Espere! – puse mi pie para que la puerta no pudiera cerrarse.  Fue lo más agresivo que hice en mi vida.  Cualquiera me hubiera confundido con alguien que sabe lo que quiere, que tiene certeza de que el devenir entero de una vida depende de estos pequeños hechos concomitantes.
La señora Aldana me miró asustada y comenzó a gritar.

-¡Mercedes! ¡Merceeeedes!

Una chica de rulos apareció en seguida. Tenía el pelo húmedo y su aroma a champú multinacional se fusionó con la cebolla hervida para transportarme a un nuevo lugar hasta ahora virgen e inexplorado.  Algo de Mercedes era conocido en mí.  Algo de su andar liviano.  Llevaba unos shorts de entrecasa. Podía ser atractiva para muchos hombres pero no era mi caso.

-¿Qué pasa mamá?- dijo Mercedes con una voz chillona, mientras estudiaba mi aspecto.  No masticaba un chicle, pero bien podría haber estado haciéndolo (y con la boca bien abierta).

-Este chico quiere robarnos con una excusa un tanto pelotuda – dixit la señora Aldana.

Le expliqué a Mercedes mi situación y ahora le agregué un poco de pimienta.  Le conté la historia de la chica de las fotocopias y le hablé de su libertad para vivir la vida y para llevar su cuerpo.   Vi en los ojos de Mercedes como moría de amor -a las mujeres, estoy aprendiendo, les enamora vernos convencidos y soñadores-

Mercedes le pidió a la madre que no fuera mala, que se fijara en su cartera si estaba el billete, que no perdía nada. Yo prometí que se lo cambiaría por otro billete de dos y que incluso estaba dispuesto a hacerlo por un billete más poderoso.  Ahí fue cuando la señora Aldana cedió y fue a buscar su cartera. Mientras, Mercedes me seguía mirando con cara de que quería tener hijos conmigo en ese instante.   Yo miraba el ascensor de la vergüenza, las rejitas curiosas que se abren y se cierran y uno puede agarrarse un dedo en cualquier momento.

Volvió la señora Aldana a salvarme.   Traía una cartera pesada y en frente nuestro, sobre el piso, comenzó a vaciarla.  Su actitud había cambiado, quería ayudarme a toda costa.  En su billetera no encontró nada, pero luego metió mano en el fondo y empezó a sacar manojos de billetes entre envoltorios de caramelos, migas de galletitas, un lápiz labial y hasta un sacacorchos.  Mercedes y yo íbamos analizando los billetes a ver si había alguno que me correspondía. 

De repente, de la nada, Mercedes grita:

-¿Qué? ¡No puede ser!  ¡Este es nuestro número, mamá!

Mercedes le muestra el billete a su madre y luego me lo entrega.

Yo lo miro y Bartolomé Mitre me vuelve a guiñar el ojo. Era él.

Mercedes  y su madre se miraron fijo.  Sabían algo que yo no. Las dos a la misma vez emitieron una misma palabra suspirada: “Paloma…”

Y ahí nomás subió por las escaleras, llevando una bicicleta a cuestas, la muchacha de rulos y pechos silvestres.  Nos vio a su hermana, su madre y al chico tímido de las fotocopias tirados en el piso, en la puerta de su casa, todos alrededor de una cartera.  Tenía cara de desconcertada, pobre Paloma, no entendía nada hasta que veo como el aroma a cebolla y hervor llega hasta su nariz, la envuelve y le da la bienvenida a una nueva historia que estaba por comenzar.


miércoles, 7 de mayo de 2014

Historia 36: El ojalador


Sentí una mano acariciándome el pelo y abrí los ojos lentamente.  El ambiente olía a manzanilla.  Me vi de chico corriendo con las botitas de cierre y cuero entre los pastizales de las sierras cordobesas.  Aquellos años tienen para mí aroma a manzanilla y libertad.

Cuando finalmente logré abrir los ojos, lo primero que vi fue la delicada melena de Danubia: su pelo amarillo y largo cayendo elegantemente hasta el suelo.  Mi cabeza estaba apoyada sobre su regazo y ella tarareaba una melodía que yo conocía bien.

-Te despertaste...- sonrío sin mostrar los dientes – levantate que tenemos cosas que hacer.

Comencé a reincorporarme lentamente y ella ya se había parado y se dirigía hacia una puerta gigante de piedra.  El sonido del agua corriendo nunca cesaba.  Recordé que estaba en las cloacas de Buenos Aires y no en un paraíso lejano.  Como había hecho antes, Danubia comenzó a andar cada vez más rápido.  Le tomé la mano para no perderla.  Mientras corríamos me distraía con las paredes y los cientos de grafitis que las decoraban.  No eran como los de la superficie. No habían frases o dibujos; solamente figuras geométricas que se entrelazaban formando unos patrones que parecían salirse de la pared.  Círculos sobre círculos y pirámides. Tetraedros y dodecaedros.  Me sorprendió recordar los nombres de esas figuras cuando la última vez que los había escuchado nombrar había sido en la clase de matemática de la Srta. Elíades hacía ya más de doce años.  Casi tropiezo con una figura que me hipnotizó.  Era un gran círculo formado por muchos círculos superpuestos, cada uno pintado de un color distinto.  Todos los colores del espectro estaban en esa figura: era abrumador y a la vez cautivante.  Danubia debe haber sentido que solté su mano de repente, porque paró y se quedó mirando como me acercaba a la pared a tocar estos pétalos pintados.

-Vamos- interrumpió - no tenemos mucho tiempo-   y volvió a tomarme la mano para empezar a correr nuevamente.

A medida que corríamos, el sonido del agua comenzó a crecer y las paredes se volvían más húmedas.  Tuve un extraño presentimiento y le grité a Danubia: “¿Adónde estamos yendo?”

No atinó siquiera a dar vuelta la cabeza.  Sabía que el destino estaba a pocos pasos y que no había tiempo que perder.  El sonido de la caída del agua se hizo cada vez mayor, hasta que apenas podía escuchar mis pasos golpeando el suelo de piedra.  Giramos repentinamente hacia la derecha, y allí estaba la catarata que originaba la sinfonía del agua.   Venía escalonadamente desde lo alto y era gigante.  A pesar de que venía de la superficie, el agua era cristalina y parecía pura.  Danubia se acercó y colocando sus manos en forma de cuenco, hizo una especie de reverencia hacia el agua y tomó una bocanada mientras cerraba los ojos.  Apenas vi su cara de regocijo, la imité para intentar sentir lo mismo.  Tomé apenas un sorbo y sentí que era ésta la primera vez que realmente tomaba agua.  Todas los vasos de agua de mi vida habían sido en realidad una réplica, una reconstrucción sin esmero de este líquido puro que me ofrecía todo lo que necesitaba. 

Danubia ya había empezado a treparse a un escalón por dónde caía el agua.  No le importaba mojarse – a mí tampoco entonces- .  Volví a tomarle la mano y juntos pasamos a través de la cortina de la catarata.  Algo extraño sucedía con la acústica porque apenas cruzamos una línea, el silencio fue absoluto.  Se podía ver el agua detrás nuestro cayendo pero ya no se la podía escuchar.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, el hombre que me había recibido cuando caí por el túnel me miraba fijo.  Su cabeza calva brillaba y su barba tupida y cobriza parecía no tener fin.

Me detuve a mirar su camisa rayada porque había algo que me llamaba la atención – solamente después noté la ausencia de ojales-  Era una camisa de vestir de todos los días pero con la sutil distinción de que en ambos lados tenía unos botones redondos y de metal y no había ojales donde colocarlos.  Danubia me acercó hasta el hombre y apoyando sus manos en mis hombros me forzó a sentarme frente a él.   Ella permaneció parada con su mano sobre mi cabeza.

-¿Qué deseas?- me preguntó con una voz profunda.

No pude sostener la mirada y la dirigí hacia el suelo.  Danubia se acercó a mi oído desde arriba, y me susurró:

- Es el ojalador.  Tenés que pensar un deseo profundo que tengas y empezar tu frase diciendo “Ojalá…“

No sabía qué desear.  En cada cumpleaños, estrella fugaz o pestaña en el pulgar, me sucede lo mismo.  Se me aparecían cosas ridículas, demasiado específicas o demasiado abstractas, pero ninguna me resultaba real.  Eran todas frases armadas que había escuchado decir alguna vez a otros.  

-Lo estás pensando demasiado – me dijo el ojalador-  Tenés que sentirlo simplemente. No hables vos, dejá que el deseo hable a través tuyo.

Respiré profundo y dejé que el silencio me habitara.  Cerré los ojos.  Aunque claramente no podía ver, sentí como el ojalador sonreía.  Sonreí yo también y dejé que el deseo se expresara a través mío.

- Ojalá….ojalá que… los hombres y las mujeres volvamos a reconocernos en el infinito.

El ojalador asintió con la cabeza y puso la palma de su mano sobre mi frente.

- Si así lo deseas, así será- dijo con seguridad y retiró la mano. 

Danubia me levantó y yo quebré en llanto.  No entendía qué me estaba sucediendo.

jueves, 27 de marzo de 2014

Historia 35: Un día cualquiera

Ningún cajero funcionaba.  Recorrí varias cuadras hasta que di con uno.  Sebastián me estaba esperando en un café para cobrar lo que le debía.  No podía demorarme mucho más.  A Sebastián no solamente le debía dinero.  La fila avanzó rápidamente hasta que llegó el turno de una señora dos lugares adelante mío.  Comenzó a decir que su cuenta estaba vacía, que no podía ser, que los banqueros eran corruptos y estafaban al pueblo.  El guardia del banco, que no estaba cuando el episodio comenzó, se apareció al escuchar los gritos y con toda la amabilidad que su profesión le permite, acompañó a la señora a retirarse.

  En la fila nos mirábamos, algunos buscaban la complicidad y hasta la sorna con comentarios.  Otros, como yo, sentíamos compasión por ella sabiendo que si alguna vez hemos pensado que efectivamente pertenecemos a un sistema impersonal que nos adormece detrás de mostradores de bancos, la posibilidad de encontrarnos algún día gritando de indignación en algún rincón de la ciudad existe.

Llegó mi turno y retiré el dinero que necesitaba. El cajero me preguntó si quería un comprobante por lo que había retirado y -como siempre- respondí que no.  Una alarma sonó para asegurarse de que no me olvidara mi tarjeta de débito, y mientras la guardaba en la billetera, un comprobante salió expedido del cajero desobediente.  Me lo guardé en el bolsillo y salí corriendo a encontrarme con Sebastián.  Me hubiera gustado caminar, pero ya estaba demasiado demorado y preferí el subte que a esa hora de la tarde no tenía por qué estar colmado.  Efectivamente encontré un lugar y me senté.  Casi como un reflejo metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el comprobante que había expulsado el cajero automático.  Tenía unas palabras y números que apenas se podían leer por la falta de tinta, y en el centro, con una inyección de tinta desproporcionada decía: “Pregúntele la hora al hombre de gafas gruesas sentado frente a usted”.

Levanté la mirada y sentado, concentrado en la lectura de un libro de Carver, un hombre de anteojos gruesísimos movía un pie marcando el ritmo de una canción que seguramente se estaba cantando para él mismo.  El zapato que marcaba el ritmo era el izquierdo y estaba gastado, al borde de desarmarse.  Alguna vez había sido negro y reluciente, como su hermano del pie derecho que descansaba a su lado, ni enterado de nada.

-Disculpe, ¿me podría decir la hora?- pregunté sin dudarlo.

El hombre dejó de mover el pie izquierdo y de repente el subte se detuvo. No había ninguna estación a la vista. Por la ventana solamente se veían las paredes grises de los túneles.  El hombre levantó la mirada, y sin ninguna expresión en su rostro cerró su libro y me lo entregó.  Sacó otro, esta vez de Felisberto Hernández, lo abrió en la mitad y se sumergió en su lectura, no sin antes volver a marcar un ritmo con el pie izquierdo.  El subte volvió a andar.

Me bajé en la siguiente estación.  Sebastián me esperaba.   Ya debía estar ansioso y molesto.               

                

martes, 11 de febrero de 2014

Historia 34: Los árboles un día mueren

Caminé hasta llegar a un bosque. Me puse a pensar cuándo es que empieza y cuándo termina. Hay árboles desperdigados y solitarios que de un momento a otro se hacen bosque de árboles hermanos.  Me vi entonces caminado entre ellos, siguiendo senderos de tierra y polvo, esquivando raíces que causan tropiezos, hipnotizado por las alturas y las presencias.  Respiré el aire puro que sólo los árboles saben crear y busqué el cielo celeste y diáfano que se aparecía y se desaparecía entre las ramas.

Dejé de caminar por un segundo para escuchar el chirrido que hacían algunos árboles. Se balanceaban mínimamente en un vaivén imperceptible para la vista pero no para el oído.  Algunos de esos árboles tenían más de quinientos años y quizás esa señal de inestabilidad la hacían desde hacía cincuenta.  Intenté sumergirme en el tiempo de los árboles, ser parte ínfima de su historia milenaria, pero mi cuerpo de humano no estaba preparado para tanta inmensidad.  Los troncos eran anchísimos. Se extendían perpendiculares al suelo y recién a los tres o cuatro metros comenzaban a aparecer las ramas con sus hojas verdes y pequeñas, dentadas y con aromas cálidos.  Los troncos eran solitarios pero las ramas socializaban con las ramas de otros árboles en las alturas.  Detecté cuál era el árbol que hacía el ruido que provocaba el suspenso y me quedé mirándolo.  El vaivén del chirrido comenzó a acelerarse y ya era tanto el movimiento que mis ojos llegaron a ver la alta copa del árbol tambaleándose.  Cómo un suicidio contagioso, el árbol de enfrente comenzó a hacer lo mismo.  Ambos chirriaban y se balanceaban.  Habían vivido cientos de años para morir frente a mí.  Estaba por ser testigo de la historia de la naturaleza -que es la verdadera historia-.  De un momento a otro ambos árboles comenzaron a caer  como si sus raíces hubieran estado entrelazadas y una provocara el desprendimiento de la otra.  Ambos, enfrentados entre ellos, cayeron hacia mí en forma de una cruz de aspa como la del santo pescador.  El ruido fue monumental cuando los troncos se encontraron con el suelo.  El polvo se levantó y por unos largos segundos se me nubló la vista.  El punto donde ambos árboles se cruzaron quedó justo en frente mío, y yo, rodeado de ramas y hojas, respiré profundo, aliviado de estar vivo.

El destino me había parado en ese punto exacto y no veinte centímetros más adelante. Ahora se escuchaba solamente el viento en lo alto moviendo las ramas de los árboles de pie y algunos pájaros a la distancia. Ya había pasado lo peor. Ahora podía seguir camino. O eso creí.

 De detrás de los árboles caídos se apareció el rey del bosque. El rey de la montaña.  No lo había notado hasta que saltó de un tronco a otro sin vacilar y provocó que las ramas de los árboles caídos se sacudieran como inmensos sonajeros.  Tal vez fui partícipe de algún código secreto y épico. “El día que caigan dos árboles en forma de X, el puma de montaña, rey del bosque y la montaña, que ha permanecido en sueños por los últimos mil años, volverá.” 


Lo primero que vi fueron sus garras amarrándose a las ramas. Siguió su pelaje aterciopelado y elegante de un ocre que reflejaba como oro los rayos de sol que se colaban entre las ramas.  En el momento en el que llegué a sus ojos él ya estaba mirándome fijo. Tenía ojos de hambre, como si no recordara lo que era comer.  Éramos el bosque, él y yo.  Si corría moría, y si me quedaba quieto seguramente también.  Pero como no quería morir agitado permanecí estático, intentando no temblar.  Dos árboles habían caído frente a mí sin quitarme la vida, y ahora un puma estaba dispuesto a devorarme.  Empecé a hacerme promesas.  Si sobrevivo juro que nunca voy a hacerle mal a nadie, voy a vivir cada segundo como si fuera el último y no voy a quejarme de nada nunca más. Se me apareció mi primer recuerdo.  Las piernas de mi bisabuela agachándose para abrir un armario antiguo, habitado por los más deliciosos chocolates. Me entregaba uno para celebrar mi llegada al mundo. Y ahora, casi treinta años después, ya estaba partiendo en las garras de un puma de montaña. Se me acercaba en círculos hasta detenerse frente a mí para inspeccionarme y decidir por donde comenzar la cena.  Lo miré a los ojos pidiéndole compasión pero no parecía querer perdonarme. No fui yo el que tiro los árboles, Puma. Juro que no fui yo. Los árboles caen. Parecen invencibles pero a todos les llega la hora.  Abrió la boca grande y mostró los colmillos afilados con puntas de sable. Llegué a sentir su aliento sobre mi cara. Era el mismo aliento que el de Gurí cuando solía acercarse mientras yo dormía en el suelo de la cocina.  Me lamía la cara para despertarme y sacarlo a pasear. Era el mismo aliento animal, pero este no era indefenso como mi Gurí.

  Comencé a despedirme de la vida.  Había leído que es mejor morir sonriendo que con miedo. Por eso intenté forzar  una sonrisa pero me era imposible. El miedo no me lo permitía.  Cerré los ojos para esperar lo peor.  Volví a intentar la sonrisa, mintiéndome, diciéndome que ya era viejito y había vivido una vida larga y honrosa.  Pude hacerlo.  Sonreí apenas sin dejar de temblar.  No sé cuánto tiempo habrá transcurrido pero la espera me pareció eterna. Tanto es así que volví a abrir los ojos, casi indignado por la demora del acto.  Abrí los ojos y el puma seguía frente a mí pero su mirada había cambiado.  Sus ojos grandes y verdes seguían alertas pero ya no acechaban.  Ya no me miraba a mí sino a un espacio algunos pocos centímetros delante de mí.  Sin mover la cabeza, giré mi mirada levemente para ver a mi lado, posado sobre una rama de uno de los árboles caídos, un churrinche.  Medía no más de 10 centímetros, pero sus plumas rojas y puras lo enaltecían.  Se me cruzó el pensamiento de que el churrinche trajo el color rojo a la Tierra.  Fue el primero.  Tan bello era que por un segundo olvidé que frente a mí había un puma salivando.  

 Luego ocurrió algo sorprendente.  El churrinche dejó de mover la cabeza.  Fue ahí  que me di cuenta que todos los pájaros mueven constantemente su cabeza de un lado para otro con movimientos repentinos.  Nunca se quedan quietos. Seguramente hacen eso desde el momento en que nacen hasta que mueren.  El churrinche se detuvo y miró fijo a un punto. El mismo punto exacto al que miraba el puma.  No me quedó más que mirar al mismo punto.  La escena se repetía. Lo mismo que había sucedido hacía algún tiempo en la estación de subte con el vagabundoy el Husky Siberiano volvía a suceder con un puma demencial y un churrinche diminuto.  Formamos un triángulo perfecto mirando fijamente al centro. Los tres mirábamos un punto, un único punto en el universo.  Allí se dibujó una pirámide, idéntica a la de aquella vez,  y dentro de esa pirámide, un nuevo centro de luz incandescente.   Fui puma y fui pájaro también. Fui bosque y árbol caído.  Me olvidé de mí y de todo lo que había acontecido hacía apenas unos minutos atrás.  El universo se volvió un lugar sin misterios.  La luz creció y creció poderosamente hasta empujarnos hacia atrás como una explosión.  Yo me caí al suelo y mientras me reincorporaba pude ver al puma alejándose asustado como un gatito doméstico. Al churrinche no volví a verlo.  La luz del sol había disminuido; en pocas horas se haría de noche y a mí me esperaba una larga caminata a casa.  Me sacudí el polvo de la ropa y di media vuelta dejando atrás el bosque.