miércoles, 7 de mayo de 2014

Historia 36: El ojalador


Sentí una mano acariciándome el pelo y abrí los ojos lentamente.  El ambiente olía a manzanilla.  Me vi de chico corriendo con las botitas de cierre y cuero entre los pastizales de las sierras cordobesas.  Aquellos años tienen para mí aroma a manzanilla y libertad.

Cuando finalmente logré abrir los ojos, lo primero que vi fue la delicada melena de Danubia: su pelo amarillo y largo cayendo elegantemente hasta el suelo.  Mi cabeza estaba apoyada sobre su regazo y ella tarareaba una melodía que yo conocía bien.

-Te despertaste...- sonrío sin mostrar los dientes – levantate que tenemos cosas que hacer.

Comencé a reincorporarme lentamente y ella ya se había parado y se dirigía hacia una puerta gigante de piedra.  El sonido del agua corriendo nunca cesaba.  Recordé que estaba en las cloacas de Buenos Aires y no en un paraíso lejano.  Como había hecho antes, Danubia comenzó a andar cada vez más rápido.  Le tomé la mano para no perderla.  Mientras corríamos me distraía con las paredes y los cientos de grafitis que las decoraban.  No eran como los de la superficie. No habían frases o dibujos; solamente figuras geométricas que se entrelazaban formando unos patrones que parecían salirse de la pared.  Círculos sobre círculos y pirámides. Tetraedros y dodecaedros.  Me sorprendió recordar los nombres de esas figuras cuando la última vez que los había escuchado nombrar había sido en la clase de matemática de la Srta. Elíades hacía ya más de doce años.  Casi tropiezo con una figura que me hipnotizó.  Era un gran círculo formado por muchos círculos superpuestos, cada uno pintado de un color distinto.  Todos los colores del espectro estaban en esa figura: era abrumador y a la vez cautivante.  Danubia debe haber sentido que solté su mano de repente, porque paró y se quedó mirando como me acercaba a la pared a tocar estos pétalos pintados.

-Vamos- interrumpió - no tenemos mucho tiempo-   y volvió a tomarme la mano para empezar a correr nuevamente.

A medida que corríamos, el sonido del agua comenzó a crecer y las paredes se volvían más húmedas.  Tuve un extraño presentimiento y le grité a Danubia: “¿Adónde estamos yendo?”

No atinó siquiera a dar vuelta la cabeza.  Sabía que el destino estaba a pocos pasos y que no había tiempo que perder.  El sonido de la caída del agua se hizo cada vez mayor, hasta que apenas podía escuchar mis pasos golpeando el suelo de piedra.  Giramos repentinamente hacia la derecha, y allí estaba la catarata que originaba la sinfonía del agua.   Venía escalonadamente desde lo alto y era gigante.  A pesar de que venía de la superficie, el agua era cristalina y parecía pura.  Danubia se acercó y colocando sus manos en forma de cuenco, hizo una especie de reverencia hacia el agua y tomó una bocanada mientras cerraba los ojos.  Apenas vi su cara de regocijo, la imité para intentar sentir lo mismo.  Tomé apenas un sorbo y sentí que era ésta la primera vez que realmente tomaba agua.  Todas los vasos de agua de mi vida habían sido en realidad una réplica, una reconstrucción sin esmero de este líquido puro que me ofrecía todo lo que necesitaba. 

Danubia ya había empezado a treparse a un escalón por dónde caía el agua.  No le importaba mojarse – a mí tampoco entonces- .  Volví a tomarle la mano y juntos pasamos a través de la cortina de la catarata.  Algo extraño sucedía con la acústica porque apenas cruzamos una línea, el silencio fue absoluto.  Se podía ver el agua detrás nuestro cayendo pero ya no se la podía escuchar.

Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, el hombre que me había recibido cuando caí por el túnel me miraba fijo.  Su cabeza calva brillaba y su barba tupida y cobriza parecía no tener fin.

Me detuve a mirar su camisa rayada porque había algo que me llamaba la atención – solamente después noté la ausencia de ojales-  Era una camisa de vestir de todos los días pero con la sutil distinción de que en ambos lados tenía unos botones redondos y de metal y no había ojales donde colocarlos.  Danubia me acercó hasta el hombre y apoyando sus manos en mis hombros me forzó a sentarme frente a él.   Ella permaneció parada con su mano sobre mi cabeza.

-¿Qué deseas?- me preguntó con una voz profunda.

No pude sostener la mirada y la dirigí hacia el suelo.  Danubia se acercó a mi oído desde arriba, y me susurró:

- Es el ojalador.  Tenés que pensar un deseo profundo que tengas y empezar tu frase diciendo “Ojalá…“

No sabía qué desear.  En cada cumpleaños, estrella fugaz o pestaña en el pulgar, me sucede lo mismo.  Se me aparecían cosas ridículas, demasiado específicas o demasiado abstractas, pero ninguna me resultaba real.  Eran todas frases armadas que había escuchado decir alguna vez a otros.  

-Lo estás pensando demasiado – me dijo el ojalador-  Tenés que sentirlo simplemente. No hables vos, dejá que el deseo hable a través tuyo.

Respiré profundo y dejé que el silencio me habitara.  Cerré los ojos.  Aunque claramente no podía ver, sentí como el ojalador sonreía.  Sonreí yo también y dejé que el deseo se expresara a través mío.

- Ojalá….ojalá que… los hombres y las mujeres volvamos a reconocernos en el infinito.

El ojalador asintió con la cabeza y puso la palma de su mano sobre mi frente.

- Si así lo deseas, así será- dijo con seguridad y retiró la mano. 

Danubia me levantó y yo quebré en llanto.  No entendía qué me estaba sucediendo.

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