jueves, 27 de marzo de 2014

Historia 35: Un día cualquiera

Ningún cajero funcionaba.  Recorrí varias cuadras hasta que di con uno.  Sebastián me estaba esperando en un café para cobrar lo que le debía.  No podía demorarme mucho más.  A Sebastián no solamente le debía dinero.  La fila avanzó rápidamente hasta que llegó el turno de una señora dos lugares adelante mío.  Comenzó a decir que su cuenta estaba vacía, que no podía ser, que los banqueros eran corruptos y estafaban al pueblo.  El guardia del banco, que no estaba cuando el episodio comenzó, se apareció al escuchar los gritos y con toda la amabilidad que su profesión le permite, acompañó a la señora a retirarse.

  En la fila nos mirábamos, algunos buscaban la complicidad y hasta la sorna con comentarios.  Otros, como yo, sentíamos compasión por ella sabiendo que si alguna vez hemos pensado que efectivamente pertenecemos a un sistema impersonal que nos adormece detrás de mostradores de bancos, la posibilidad de encontrarnos algún día gritando de indignación en algún rincón de la ciudad existe.

Llegó mi turno y retiré el dinero que necesitaba. El cajero me preguntó si quería un comprobante por lo que había retirado y -como siempre- respondí que no.  Una alarma sonó para asegurarse de que no me olvidara mi tarjeta de débito, y mientras la guardaba en la billetera, un comprobante salió expedido del cajero desobediente.  Me lo guardé en el bolsillo y salí corriendo a encontrarme con Sebastián.  Me hubiera gustado caminar, pero ya estaba demasiado demorado y preferí el subte que a esa hora de la tarde no tenía por qué estar colmado.  Efectivamente encontré un lugar y me senté.  Casi como un reflejo metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el comprobante que había expulsado el cajero automático.  Tenía unas palabras y números que apenas se podían leer por la falta de tinta, y en el centro, con una inyección de tinta desproporcionada decía: “Pregúntele la hora al hombre de gafas gruesas sentado frente a usted”.

Levanté la mirada y sentado, concentrado en la lectura de un libro de Carver, un hombre de anteojos gruesísimos movía un pie marcando el ritmo de una canción que seguramente se estaba cantando para él mismo.  El zapato que marcaba el ritmo era el izquierdo y estaba gastado, al borde de desarmarse.  Alguna vez había sido negro y reluciente, como su hermano del pie derecho que descansaba a su lado, ni enterado de nada.

-Disculpe, ¿me podría decir la hora?- pregunté sin dudarlo.

El hombre dejó de mover el pie izquierdo y de repente el subte se detuvo. No había ninguna estación a la vista. Por la ventana solamente se veían las paredes grises de los túneles.  El hombre levantó la mirada, y sin ninguna expresión en su rostro cerró su libro y me lo entregó.  Sacó otro, esta vez de Felisberto Hernández, lo abrió en la mitad y se sumergió en su lectura, no sin antes volver a marcar un ritmo con el pie izquierdo.  El subte volvió a andar.

Me bajé en la siguiente estación.  Sebastián me esperaba.   Ya debía estar ansioso y molesto.               

                

1 comentario: