Ningún cajero funcionaba. Recorrí varias cuadras hasta que di con
uno. Sebastián me estaba esperando en un
café para cobrar lo que le debía. No
podía demorarme mucho más. A Sebastián
no solamente le debía dinero. La fila
avanzó rápidamente hasta que llegó el turno de una señora dos lugares adelante
mío. Comenzó a decir que su cuenta
estaba vacía, que no podía ser, que los banqueros eran corruptos y estafaban al
pueblo. El guardia del banco, que no
estaba cuando el episodio comenzó, se apareció al escuchar los gritos y con
toda la amabilidad que su profesión le permite, acompañó a la señora a
retirarse.
En la fila nos mirábamos, algunos
buscaban la complicidad y hasta la sorna con comentarios. Otros, como yo, sentíamos compasión por ella sabiendo
que si alguna vez hemos pensado que efectivamente pertenecemos
a un sistema impersonal que nos adormece detrás de mostradores de bancos, la
posibilidad de encontrarnos algún día gritando de indignación en algún rincón de
la ciudad existe.
Llegó mi turno y retiré el dinero
que necesitaba. El cajero me preguntó si quería un comprobante por lo que había
retirado y -como siempre- respondí que no.
Una alarma sonó para asegurarse de que no me olvidara mi tarjeta de
débito, y mientras la guardaba en la billetera, un comprobante salió expedido
del cajero desobediente. Me lo guardé en
el bolsillo y salí corriendo a encontrarme con Sebastián. Me hubiera gustado caminar, pero ya estaba
demasiado demorado y preferí el subte que a esa hora de la tarde no tenía por
qué estar colmado. Efectivamente
encontré un lugar y me senté. Casi como
un reflejo metí la mano en el bolsillo de mi pantalón y saqué el comprobante
que había expulsado el cajero automático.
Tenía unas palabras y números que apenas se podían leer por la falta de
tinta, y en el centro, con una inyección de tinta desproporcionada decía: “Pregúntele
la hora al hombre de gafas gruesas sentado frente a usted”.
Levanté la mirada y sentado,
concentrado en la lectura de un libro de Carver, un hombre de anteojos
gruesísimos movía un pie marcando el ritmo de una canción que seguramente se
estaba cantando para él mismo. El zapato
que marcaba el ritmo era el izquierdo y estaba gastado, al borde de
desarmarse. Alguna vez había sido negro
y reluciente, como su hermano del pie derecho que descansaba a su lado, ni
enterado de nada.
-Disculpe, ¿me podría decir la
hora?- pregunté sin dudarlo.
El hombre dejó de mover el pie
izquierdo y de repente el subte se detuvo. No había ninguna estación a la
vista. Por la ventana solamente se veían las paredes grises de los
túneles. El hombre levantó la mirada, y
sin ninguna expresión en su rostro cerró su libro y me lo entregó. Sacó otro, esta vez de Felisberto Hernández, lo
abrió en la mitad y se sumergió en su lectura, no sin antes volver a marcar un
ritmo con el pie izquierdo. El subte
volvió a andar.
Me bajé en la siguiente estación.
Sebastián me esperaba. Ya debía estar ansioso y molesto.
hermoso e intrigante, como todas las entregas
ResponderEliminarsalud!