lunes, 18 de noviembre de 2013

Historia 33 : La edad del cielo


Por primera vez desde que vivo en la ciudad, me despertaron los pájaros cantando y no las bocinas de los autos y colectivos.  No pude más que salir de la cama con una sonrisa.  Debí haber dormido más profundo de lo habitual porque las piernas me hicieron crack y tenía en mis ojos unas lagañas añejas que hacían que mis párpados no se despegaran fácilmente.  Los pájaros habían sido apenas puntuales: ya era hora de irme a trabajar y no había tiempo de ducha ni de desayuno. 

Por suerte el colectivo llegó justo cuando me asomé en la esquina.  Tuve que acelerar el paso para alcanzarlo.  Había una fila de cinco personas esperando subirse, pero al verme tan exhausto por correr me querían dejar pasar primero.  Insistí en esperar a que ellos subieran primero mientras yo recuperaba el aire.
Una vez comprado el boleto,  levanté la vista para darme cuenta de que todos los asientos estaban ocupados.  Una señora se levantó del suyo y me dijo “siéntese”.  Yo le respondí indignado “¡de ninguna manera!” y me quedé parado en la ventana viendo a los pasajeros de los otros colectivos viajando al lado del nuestro.  Eran otros colectivos que llevaban gente demasiado parecida a la gente que llevaba el nuestro.  Cuando volví a mirar hacia adentro noté la presencia de una chica sensual que escuchaba música y movía la cabeza con los ojos cerrados gozando de la sonoridad.  Un poco me enamoré de su cuerpo que bailaba sin moverse mucho: lo justo y necesario para seducir solamente al que se atrevía a mirarla con detenimiento. 

    Jugué a adivinar la música que escuchaba.  Por como movía las manos, tal vez era alguna canción de tiempos raros de Brubeck, o Fito con “Tu sonrisa inolvidable”.  La miré fijo para que ella pudiera verme jugando ese juego, pero cuando se dio cuenta, sólo puso cara de ternura.  Nunca me habían mirado así.  Hubiera esperado que me mirara con incomprensión al menos, o si los astros me ayudaban, con una sonrisa de “claro que escucho la misma música que vos y me gustaría que la escuchásemos juntos acostados sobre un somier”.  Pero no.  Me miró con ternura. 

Confundido, retiré mi mirada y me senté en el asiento que justo un muchacho me cedió, también con una sonrisa colmada de simpatía.  Desde el asiento busqué el cielo.  No es fácil buscar el cielo entre tantos edificios capitalinos.   Encontré un parche celeste y me quedé ahí.  Cada tanto interrumpido por ramas de árboles o nubes con formas de nubes.  Ya estaba a medio camino de la oficina cuando ocurrió algo inesperado.  El colectivo frenó de repente.  Se escuchó un ruido.  Chocó.  Los vidrios de adelante se rompieron y algunas personas gritaron fuerte. 


Cuando me levanté estaba recostado sobre la vereda, rodeado.  Abrí los ojos y lo primero que vi fue un chico con actitud de estudiante de medicina abanicándome con una revista:

- ¿Está bien, señor?- me preguntó.

- Sí, ¿qué pasó?-  repregunté consternado.

- Chocamos, y usted se desmayó.  Tiene solamente un golpe en la frente, no creo que sea nada, pero ahora viene la ambulancia a buscarlo.

- Pero estoy bien. Estoy perfecto. Debería irme porque estoy llegando tarde al trabajo- intenté calmar al grupo de personas que ya se había reunido alrededor mío al mismo tiempo que intentaba levantarme.

Negando con la cabeza y con una voz firme, el futuro médico respondió:
- No, señor. Usted se queda acá hasta que llegue la ambulancia.  ¿Tiene algún contacto para que podamos comunicarnos y así nadie se preocupa por usted?

Pensé en mi novia primero, pero recordé que había cortado hacía un mes, y no de la mejor manera.  Ella quería viajar y yo quería recibirme de una vez por todas.  Nos queríamos pero nuestros caminos parecían paralelos. 

- Les paso el número de mi mamá. Es 477805…

El chico levantó las cejas sorprendido y me obligó a dejar de dictar el número de mi madre.  Noté que todos los que escuchaban atentamente nuestra conversación hicieron el mismo gesto de sorpresa.  Yo cada vez entendía menos lo que sucedía. Enseguida dejó en el piso la revista que había usado para abanicarme y sin pensarlo mucho me acarició la frente con esos ojos de ternura que parecían perseguirme desde el comienzo del día.

- Lo mejor va a ser que se recueste y descanse.

Cerré los ojos y preferí no hacerme más preguntas. No era ese el momento.   Los pájaros cantaban desde la copa del árbol que me daba sombra.  Su canto me invitaba a no pensar en nada y a quedarme dormido muy de a poco, aunque no resultaba tan fácil con tanto movimiento alrededor.  Había voces bajitas a pocos metros y sirenas de ambulancia que se acercaban desde lejos.  Escuché la misma voz del chico que me había ayudado a mí:

- Pobre abuelito, está confundido. Esperemos que sea momentáneo. 

Claramente yo no había sido el único accidentado.  Había otros que esperaban la ambulancia con más urgencia.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Historia 32: Concilio tripartito


Amanecí despeinado y confundido. Tenía los papeles en mi mano, arrugados y bastante sucios.  Júpiter de Holst sonaba en mi equipo de música y el reloj titilaba sin saber la hora.  Me mojé la cara como si eso ayudara a distinguir la realidad de la ilusión.  Me vestí con lo primero que encontré y salí corriendo para tomarme el subte hacia la misma esquina en la que me había sumergido a las cloacas con el señor calvo de barba y la hermosa Danubia.

Me paré en la esquina al lado de las alcantarillas, esperando señales.  Agaché la cabeza para intentar ver algo.

-¡Ey! ¿Están ahí?

Nada.  Pura oscuridad.

Un policía se acercó y me preguntó si todo estaba bien.  Asentí con la cabeza y seguí caminando como si tuviera un lugar a donde ir.

Crucé la calle sin mirar a ningún costado y casi me atropella un 64. Pensé en ir al banco en donde trabajaba Danubia.  Preguntarle si se acordaba de mí y si podía llevarme a la Tierra del Zonco con ella nuevamente. Después desistí y preferí seguir caminando.

Intentaba con cada paso recordar. Hacer un esfuerzo casi estéril en separar lo que había sucedido dentro de mi cabeza con aquello fuera de ella.  Busqué miradas, señales. En vano. Seguí caminando, atacado por el horrendo pensamiento de estar volviéndome loco.

Bajé en la boca del subte para volver a mi casa y en el primer descanso de la escalera me encontré con una escena inusual.  Un señor con aspecto vagabundo se sentaba enfrentado con un Husky Siberiano.  Ambos estaban en silencio, mirándose a los ojos fijamente. Nada parecía distraerlos.  Me sentí atraído hacia la escena y tuve que sentarme a su lado.  Sin mirarme me hicieron un lugar y formamos un triángulo perfecto. Dejaron entonces de mirarse fijamente para mirar al centro del triángulo. Permanecimos así unos minutos. Inmanentes. Éramos tres pero éramos también uno en el centro. Olvidé quién era yo, tal vez dejé de serlo por un instante.  Fui perro y fui vagabundo también.   De repente, en aquel centro que no dejábamos de atender se dibujó una pequeña pirámide con un nuevo centro de una luz incandescente que me encandiló y debí taparme los ojos.  Me caí hacia atrás del impulso y ambos figuras geométricas se desvanecieron, al igual que la luz.  El  Husky gruñó asustado y salió corriendo desapareciendo entre la gente.  El señor se quedó mirando el suelo confundido y rascándose su cabellera revoltosa.  Mientras tomaba con su mano la petaca de ron del suelo, soltó en el aire las palabras más esperanzadoras que había escuchado en los últimos años.


-Danubia existe. La Tierra del Zonco también.


martes, 30 de julio de 2013

Historia 31: La tierra del Zonco



Había tenido un día demasiado atareado.  Los trámites con el gobierno me hacían sentir en el bureau soviético. Las estatales indicaban dónde debía firmar sin mirarme a los ojos, sólo al papel.  Resaltaban lo que faltaba y ni un poco celebraban lo que había logrado juntar. Decían que cuando tuviera todo volviera y no antes, y que a partir del mes entrante solo atenderían por turnos.  Me daban ganas de tirar todos los formularios por la alcantarilla.  De hecho, cuando salí del edificio me acerqué a la bocacalle más cercana para buscar un tacho de basura.  Algo me llamó del suelo.  Era la voz de un hombre.

-¡Ey! ¿Estás harto, no?

No sabía de dónde venía.  Resultaba difícil con tanto ruido de motoneta y freno de colectivo.

-Acá abajo- insistían desde algún lugar.

Seguí buscando, intentando detectar la voz que me llamaba. Yo buscaba a una persona pero tardé unos largos segundos en darme cuenta de que la voz provenía de la alcantarilla.  Me agaché hacia  adelante movido por pura curiosidad, a la espera de poder escuchar con mayor atención.  Fue ahí cuando sentí una mano tomarme el cuello y tirarme hacia adentro.

La ciudad ni se dio cuenta.

Los transeúntes y las bocinas continuaron como si nada.

Uno de ellos había desaparecido súbitamente y nadie podía tomarse el riesgo de preocuparse.
Recuerdo que caí como por un túnel. Fueron varios metros. Aterricé en un suelo de paja, y la misma voz que me había llamado en la superficie volvió a decir: “¿Estás harto, no?”

-Sí- le dije. – No puedo más.

-Quedate acá un rato entonces. Tomate un descanso- me contestó el buen hombre que era calvo pero tenía la barba tupida y una camisa a rayas. – Acá nadie te apura.

Me acomodé entre la paja y dormité unos minutos.  Cuando abrí los ojos, una mujer hermosa con un rostro familiar me estaba mirando mientras sonreía.

-¿Dónde estoy?- pregunté.

La mujer se paró y me estrechó la mano: “Vení”

Le tomé la mano y la seguí.  Me costaba mantener el ritmo. Para ella era normal lo que sucedía pero para mí ciertamente no lo era.  Estaba en las cloacas de Buenos Aires. Se escuchaba el subte a corta distancia y los motores de los colectivos como murmullos lejanos. Estaba en las cloacas de Buenos Aires, pero no tenían nada que ver con lo que me imaginaba. Eran más limpias que la superficie. Las paredes estaban pintadas de patrones geométricos con colores pasteles, y había personas transitando los distintos túneles.  Una música apareció en la lejanía y frené sin darme cuenta.  La mujer se dio vuelta, me sonrió y comenzó a caminar más de prisa. Casi al trote iba yo detrás de ella.  Tenía el pelo largo y lacio como si lo hubiera peinado por años.   La música cada vez se escuchaba más cercana y familiar. Había violines y violoncelos, y unos timbales que anunciaban algo grandioso.

Ya casi corríamos. Hasta que de repente. Un anfiteatro con una orquesta sinfónica. Venus de Gustav Holst consumiendo el ambiente. No hay mejor acústica que las cloacas.

-¿Me vas a decir dónde estoy?- le pregunté a la mujer.

-Sentémonos acá- me respondió mientras separaba un manojo de paja y se acomodaba sobre él.

Nos sentamos uno al lado del otro. Cuando comenzó el movimiento de Júpiter, como si hubiera sabido lo que venía, apoyó su cabeza sobre mi hombro.  Ni bien sentí su aroma recordé quién era.  La secretaria del gerente del banco. Me había recibido unos días atrás en la oficina diciéndome que el gerente no había podido llegar a la reunión y que volviera la otra semana.  Yo la había mirado con cara de resignación y dando media vuelta me había metido nuevamente en el ascensor.  Ahora estaba sentado junto a ella escuchando los planetas de Holst debajo de una ciudad colmada.  Su pelo olía a manzanilla, no me quedó otra que acariciarlo.

-Bienvenido- me dijo cuando la música terminó.

-¿Pero entonces qué es este lugar?- pregunté con ansiedad.

-Acá venimos a parar los sensibles.   Los que estamos conectados con el zonco, el corazón.  Nos rehusamos a resignarnos. Cuando no estamos trabajando bajamos acá a darnos fuerzas, a mirarnos a los ojos  y a decirnos “Estoy acá para vos” o " No tenés por qué ser lo que ellos ven”.  Así podemos soportar la ciudad, no hay otra manera sino. 

Abrí la boca para hacerle la primera de miles de preguntas pero la orquesta arrancó  con Saturno y no me quedó otra que posponer tantas dudas.

Danubia.  Luego me diría que ese era su nombre.  Tomó mi rostro con sus manos largas y acariciando mi pelo, apoyó mi cabeza en su regazo.  Yo dejé caer mis párpados para dormirme como hacía rato no me lo permitía.


jueves, 13 de junio de 2013

Historia 30: Espantapájaros



Hace unos días perseguí a una desconocida hasta su habitación. Se bajó en Bulnes y aunque yo debía bajarme tres estaciones más adelante, me bajé con ella. Caminó por Santa Fe y paró por un momento en un kiosco a comprar chicles. Yo aproveché para comprar un paquete de preservativos. Continuó su camino por la avenida y yo la seguía unos metros atrás. Entró al supermercado para llevarse un queso gruyere y una baguette recién horneada. En la góndola de al lado yo elegía el vino tinto de mejor relación precio-calidad. Cuando abrió la billetera para sacar el dinero y pagar dejó caer unas monedas al piso. Me agaché para buscarlas y alcanzárselas. Ella me agradeció con un gesto y pagó.


Continuó su caminata hasta la peluquería. Allí ciertamente yo no tenía mucho que hacer. Me senté a esperarla afuera mientras a ella le alisaban su cabello castaño. Por suerte no había muchas mujeres en la fila. Cuando salió casi no la reconozco, hasta que comenzó a caminar y recordé ese andar que ya bien la distinguía de todas las mujeres del mundo. Me animé a seguirla más de cerca y cuando enfiló hacia la librería me apuré para ser yo quien le abriera la puerta y la dejara pasar. Volvió a agradecerme con un gesto. Se paró frente a la sección de poesía. Para disimular hice lo mismo pero en la sección de al lado: horticultura. Ella tomó un libro de Girondo y yo hice lo mismo con uno de zanahorias. Me fasciné al ver tantas variedades de zanahorias. Las hay de Frantes, de Nangro y de Amstel. Las hay cortas, semi-largas y largas; normales e híbridas. Se sonrió al ojear el libro. Debe haber sido por aquel poema de los espantapájaros. Cerró el libro como quien ha decidido comprarlo. Me paré detrás de ella en la cola para pagar. La cajera me miró con sospecha al ver que mi artículo de compra poco coincidía con mi perfil de cliente, pero yo creí contarle mi plan con la mirada -siempre me he considerado un adusto ejecutor y receptor de miradas-. Se sonrió con complicidad y rápidamente intercambió las bolsas de los libros. 


Cada uno con su bolsa continuó su viaje. Yo tenía en la mía a Girondo de rehén. Ella podía ser especialista en horticultura a la brevedad. Santa Fe era ya una excusa. Comenzaba a caer el sol y a refrescar. Aceleró su ritmo y yo debí hacer lo mismo. Dobló en Salguero y se detuvo frente a la entrada de un edificio para buscar las llaves. Me hice el distraído y ni bien abrió la puerta y pasó, impedí que se cerrara e ingresé al edificio detrás de ella. En el ascensor éramos los dos solos, cada uno con una bolsa de supermercado y otra de la librería. Ella tenía sus rizos alisados y yo apenas tenía cabello. El ascensor se detuvo en el 6 "B". Hice tiempo mientras abría la puerta de su casa y ya experto, disparé detrás de ella y entré.


Se dirigió directo hacia el baño y prendió la ducha. Yo corté el pan y el queso gruyere luego de tomar una copa de vino. Debe haber estado cansada porque ni bien salió de la ducha se metió en su habitación y apagó la luz. Me saqué los zapatos y en puntas de pie entré y me metí en la cama con ella que casi dormía. 


Por la mañana, sin moverse de la cama se estiró para tomar el libro que había comprado pero se sorprendió al ver una zanahoria en la tapa. Para ese entonces yo ya había abierto a Girondo en la página 223 y leía en voz alta: "Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias".


viernes, 10 de mayo de 2013

Historia 29: Marcha de los arrepentidos


Había tenido una noche extraña. Me sucede a menudo. Como si algo o alguien hubiera pululado por mi habitación entre la oscuridad dejando una estela de misterio que permanece en el transcurso del día.  Los días que suceden a estas noches me pasan cosas extrañas.  Hay como quien dice, otro aire en el aire, y mis antenas están más encendidas que nunca.  Estos son los días en los que me dedico principalmente a caminar.  Dejo que las calles se me aparezcan, y que mi intuición guíe.  Me propongo pocos compromisos en mi agenda para que el tiempo no me apure y camino nomás entre las callecitas de esta ciudad que bien merece ser caminada.
Aquella mañana amanecí temprano y mi primera reunión era en pleno centro pero al mediodía. De todos modos, hice lo que nadie me recomendaría. Emprendí el viaje al microcentro en la primera mañana.  El subte, lógicamente, estaba abarrotado de personas tristes.  Parecíamos ganado.  Un señor de escasa estatura y empapado en transpiración se paraba frente a mí a una distancia de apenas centímetros.  Tenía un maletín pegado a su abdomen que obviamente también se pegaba al mío.
-Disculpe- me dijo. – Le pido mil disculpas.
-No se haga problema-  le respondí – No es su culpa.
Nos miramos cómplices, como preguntándonos por qué habíamos elegido esta vida. Lo que él no sabía era que yo estaba allí porque quería.
Llegamos a la estación terminal, las puertas se abrieron y salimos todos expulsados de los vagones.  Los pasajeros manejaban una esquizofrenia urbana signada por la indignación de estar viviendo semejante situación de incomodidad, y a la vez una cotidianidad que lo naturalizaba todo.  
Salí de la estación y respiré profundo.  El cielo estaba gris, cubierto. En cualquier momento estallaba la tormenta.  No me ubico en el centro.  Todas las calles me parecen iguales. Tomé una bastante principal a juzgar por su nombre de prócer y la cantidad de transeúntes.  Había un extraño silencio en el aire, como si algo intenso y trascendente estuviera sucediendo en algún otro lado.  De repente era solo yo caminando por el medio de la avenida.  La gente había desparecido.  Faltaba el fardo rebotando en el horizonte con el sonido del viento y las trompetas de Ennio Morricone en “El Trío”.  Eso sí, mi rostro era mucho menos rudo que el de Clint. El mío era más que nada de duda e incomprensión.  El cielo crujiendo no ayudaba.  Por unos minutos no hubo persona que se me cruzara en el camino.  Mis sentidos se agudizaban con cada paso que daba. El silencio permite eso.  De un segundo a otro comencé a escuchar un sonido parecido al sollozo acompañado de gritos esporádicos.  Detuve mi caminata por primera vez en toda la mañana. Tal vez si dejaba de escuchar mis pasos podía distinguir de dónde provenían semejantes sonidos.  Venían del sur, y hacia allí me dirigí como un detective tras su enigma. 

Doblé justo donde debía. Eran muchos, yo diría cientos.

Encabezaba la marcha el Ministro de Asuntos de Frontera, acompañado por el Secretario de Hacienda y el Juez de la República. Todos lloraban.  Algunos se arrodillaban suplicando perdón. El Presidente del Partido se abrazaba con el Opositor. Pedían perdón al país por tantos años de miseria y mentira. Gritaban al aire, esperando que los escuchara toda la población. Por momentos costaba distinguir sus fisionomías.  Había rostros de sinceridad, expresiones de verdad sumamente diferentes a los que acostumbrábamos ver en las pantallas de televisión y gigantografías.   Poco a poco comenzaban a aparecer los periodistas con sus cámaras para registrar el momento.   Los micrófonos se entrometían y preguntaban por lo que sucedía. El Inspector de Comercio fue el más conciso: “Estoy arrepentido de todo. Sólo pido me den una oportunidad para comenzar de nuevo.”  Algunos no podían hablar; solamente sollozaban y movían la cabeza. La Subsecretaria del Interior gritó hasta desmayarse frente a todos y debieron socorrerla de inmediato. Como en las tribunas de fútbol en donde los acordes discordantes parecen unificarse en el aire para corear una sola canción, la palabra más escuchada en este caso era “perdón”, en todos los tonos y registros. Eran cientos. Había jóvenes militantes y ancianos ya retirados. Los había de todos los frentes y partidos.  Jefes de Gobiernos que ya eran historia, y actuales administradores. Todos marchaban por la avenida pidiendo perdón, dejando ver una vulnerabilidad genuina que descolocaba hasta al más incrédulo de los ciudadanos.  

Eran cientos.  Marchaban sin saber hacia dónde, pero ninguno dudaba de sus pasos. Caminaban como si cada metro que daban se perdonaban un poco más.  En sus abrazos se confundían las lágrimas y se volvían las lágrimas de todos.  La lluvia comenzó a caer, y cuando los funcionarios se arrodillaban en súplica no les importaba manchar sus caros trajes de sobreprecio con el barro.  Desde la Biblia hasta Luis Alberto, el agua parece tener ese poder de borrar la maldad y exhumar culpas. Hoy no era sólo el agua, había otra cosa en al aire.  Había una desnudez escalofriante. Como las serpientes que cambian su piel y renacen, hoy veíamos a los enmascarados desnudarse.  La emoción era extrema y la sensación novedosa.  Por alguna extraña razón me sentía partícipe de todo esto y eso hizo regocijarme en silencio.  El letrero en una bocacalle anunciaba una estación de subte y mis piernas decidieron por mí descender.  Dejé atrás la marcha de arrepentidos. Antes de entrar en la estación levanté la cabeza hacia el cielo y  abrí los ojos sin que me importara que el agua cayera sobre mí.  Fue mi modo de expresar el deseo más profundo de que esta vez, sólo por esta vez, todo lo que estaba sucediendo fuera en serio.





miércoles, 20 de marzo de 2013

Historia 28: Sobre gustos no hay nada escrito.


Hace unos días dejé mi bicicleta Anacleta afuera mientras compraba frutas, y cuando volví a buscarla, ya no estaba. Me había abandonado. Se lo comenté a mi verdulero amigo que solamente atinó a decirme: "Todo pasa por algo, pibe". Yo, mitad triste, mitad confundido, me dirigí a mi próximo destino a pie, como Manuelita en su canción. ¿Será realmente que todo sucede por algo? ¿Si dejaba la bicicleta en otro lugar me la robaban igual? ¿Si en vez de comprar un melón compraba arándanos hubiese sido otra la historia?

La parada siguiente era mi negocio predilecto de empanadas.
Juliana me recibió con una sonrisa.  Le conté sobre el hurto de mi bicicleta y se apenó por mí, pero de repente tuvo una ocurrencia que le iluminó el rostro:
-Te voy a regalar una empanada para que no estés tan triste. Podés elegir el gusto que vos más quieras.
-Dejame pensar...voy a llevar una de.... humita.
De repente Juliana cambió la expresión. Me miró con desconcierto y parecía que no sabía como debía proceder.
-¿Pasa algo, Juliana?-le pregunté.
-¿Humita?- me preguntó indignada.
-Sí, ¿no te quedan más?
-No, no es eso- respondió Juliana mientras buscaba un block de hojas anillado debajo del mostrador. -Se suponía que no ibas a pedir humita. Queso y cebolla tenía que ser.

Juliana arrancó una hoja del block y me la pasó. La hoja leía en su extremo inferior derecho "página número 450029" y a mitad de la hoja figuraba mi nombre en letras mayúsculas acompañado de dos puntos y comillas: "Dejame pensar...voy a llevar una de...queso y cebolla".
Juliana nerviosa se quedó sin decir nada. Yo me animé a pedirle el block. Ella separó unas hojas y me lo entregó. Lo abrí en la página anterior y aparecía el episodio del hurto de mi bicicleta Anacleta. Al azar fui algunas cien páginas para atrás y me encontré en una escena en la que le decía a Mercedes que ya no podíamos seguir saliendo justo cuando un automóvil pisa un charco y me empapa. Seguí pasando las hojas hacia atrás y paré justo en un diálogo que había sostenido con mi amigo Santiago algunos meses atrás en el que me pedía que no le contara a nadie sobre su fetiche secreto con las mujeres que atendían en los peajes.

Juliana se dio vuelta para atender a otro cliente que había llegado. El block que me había entregado terminaba con la escena que estaba viviendo en el momento. Yo sabía que detrás del mostrador ella se había quedado con las páginas restantes. ¿Cuántas páginas le quedaban a mi vida? ¿50?¿50000? ¿Quería ver cómo seguía la historia? Juliana me miraba de reojo mientras entregaba un pedido.
Me senté a pensar en el banquito donde tantas veces había esperado mis pedidos. Juliana debió haber visto mi rostro de confusión ontológica y se sentó a mi lado. Permanecimos así unos minutos. Juliana aprovechaba el silencio para descansar de sus clientes. Yo ya no tenía hambre de humita ni de queso y cebolla. Con tantos años de madre encima, se quitó el pañuelo blanco de su cabeza, me miró fijo a los ojos y me alivió.
-No te preocupes. Termina todo bien- dijo en voz bajita luego de guiñarme el ojo. Me acercó una empanada de humita y mientras nos paramos dijo ahora en voz alta para que todos en el local escucharan y nadie sospechara: "Mucha suerte. ¡Que te vaya bien!"

miércoles, 20 de febrero de 2013

Historia 27: Lo que dura una canción.



Hace meses que quería decirle a Fermina que la amaba.  El problema era que cada vez que me paraba frente a ella sudaba de más y comenzaba a tartamudear.  Ni bien abría la boca emitía comentarios prejuiciosos y fuera de lugar.  Fermina casi siempre terminaba ofendida y marchándose.  Las mujeres perciben nuestra torpeza producto del amor, y muchas veces ni un poco nos ayudan a transitar el momento con menos neurosis y sufrimiento.  Supongo un poco de placer les debe dar vernos sufrir de más.  Cuestión que yo comenzaba mis monólogos para intentar seducirla y ella no hacía otra cosa que quedarse mirándome con cara de esto es todo lo que tenés para ofrecerme.  Lejos de pensar que mi situación con ella mejoraba cada vez que nos veíamos, yo insistía en verla porque realmente creía que llegaría un día en el que dejarían de vencerme los nervios y podría ser realmente yo frente a ella abandonando mi derrotada teatralización de galán.

Hace unas dos semanas tuve un sueño revelador.  Un águila roja como el fuego llevaba en su pico un gusano que la duplicaba en tamaño. Volaba sobre un océano cubierto de caramelos masticables que funcionaban como imanes que atraían al águila hasta sumergirla y devorarla. El gusano, en cambio, sobrevivía, y para festejar se fumaba un cigarro que lo triplicaba en tamaño. Todo esto con la 6ta sinfonía de Mahler sonando de fondo.  El sueño era clarísimo.  Debía esa misma tarde decirle a Fermina que la amaba.

Ya que había tomado la  decisión, quería hacerlo con todas mis luces.  Me fui a la peluquería de Doña Zulema para emparejarme el cabello que hacía meses no me cortaba.  Me compré un perfume de esos que dicen está comprobada su efectividad en el asunto de atraer féminas, y finalmente pasé por el negocio de ropa más de moda del barrio.

Elegí una camisa de rayas amarillas y marrones, y un pantalón de esos que parecen gastados.  Me metí en el probador para ver si los talles y la combinación eran adecuados.   Me gustaba este negocio porque, a diferencia de la mayoría de los negocios de moda, no pasaban música ruidosa que taladra el cerebro. Pasaban en cambio a Cole Porter o a Gershwin, casi siempre interpretado por Ella Fitzgerald o alguna melancólica Bille Holliday.  Me saqué la remera añosa que me acompaña desde la pubertad y me puse la camisa elegante muy de a poco, sincronizando los tiempos de la música con cada movimiento para abrochar cada botón.  Una vez que todos los botones estuvieron en su lugar, me saqué los shorts de fútbol que tenía puestos desde la mañana.  Justo en ese instante comenzó a sonar "All of you"  y no pude evitar extender mi mano izquierda y llevar la derecha al pecho como si estuviera bailando con una dama, con Fermina.  Recordé el perfume infalible recién adquirido que llevaba en mi mochila y lo saqué. Me coloqué apenas unas chispas en el cuello y en las muñecas, y continué bailando.  En el interludio bajé la velocidad de los pasos de baile, pero no así su intensidad.  Los interludios muchas veces son para eso, para dar lugar a otras escenas.  Pensar que cuando nuestros abuelos tenían acné la mayoría de las canciones se escribían para las obras teatrales.  Aproveché el rallentando  para pararme frente al espejo con cara de galán y decirle:

"Fermina, te amo.  Cuando estoy alrededor tuyo me tiemblan las piernas y mi boca sabe lo que tiene que decir pero dice todo lo contrario.  Yo  sé que estamos grandes para estas cosas pero cuando estoy con vos me siento como un adolescente enamorado y esa sensación me encanta.  Me acuerdo la primera vez que nos vimos me dijiste que querías olvidarte de todos los males de este mundo al menos por un segundo.  Bueno, a mi me pasa eso cuando estoy con vos, y creo poder ..."

-¿Menudo? ¿Sos vos?- apareció una voz interrumpiendo mi monólogo.

No me animé a contestar.

Lentamente corrí la cortina del probador y asomé apenas la cabeza para ver quién estaba del otro lado.  A tres probadores de distancia, otra cabeza se asomó igual que yo. Era Fermina.  Se estaba probando un vestido de verano.  Salió del probador y yo salí del mío.  Ella tenía el vestido a medio abotonar, y yo estaba en calzones pero con la camisa ya pronta.  Nos acercamos.  

-Qué lindo aroma que tenés- me dijo Fermina.

Yo sabía que si hablaba lo arruinaba todo, así que preferí besarla.  Ella aceptó mi propuesta sin dudarlo.  El beso duró lo que dura un estribillo, hasta que vino la muchacha que atiende el local y comenzó a toser para no romper el momento tan abruptamente.  Cada uno volvió a su probador.  Yo me saqué la camisa y me volví a poner el short y la remera rotosa, pero no me animé a salir inmediatamente.  Habrá pasado una canción entera hasta que de afuera me llamó Fermina.

-¿Te vas a quedar a vivir ahí adentro vos?- exclamó como cantando.

Saqué la mano por la cortina y ella me la tomó.  Eso era todo lo que necesitaba,un poco de seguridad para este veterano que había retornado a la adolescencia.  Tiró para afuera con su mano y salí del probador.  Ninguno compró lo que se había probado.  Así de la mano nos fuimos del local a terminar lo que habíamos comenzado.