Por primera vez
desde que vivo en la ciudad, me despertaron los pájaros cantando y no las
bocinas de los autos y colectivos. No
pude más que salir de la cama con una sonrisa.
Debí haber dormido más profundo de lo habitual porque las piernas me
hicieron crack y tenía en mis ojos unas lagañas añejas que hacían que mis
párpados no se despegaran fácilmente.
Los pájaros habían sido apenas puntuales: ya era hora de irme a trabajar
y no había tiempo de ducha ni de desayuno.
Por suerte el
colectivo llegó justo cuando me asomé en la esquina. Tuve que acelerar el paso para
alcanzarlo. Había una fila de cinco
personas esperando subirse, pero al verme tan exhausto por correr me querían
dejar pasar primero. Insistí en esperar
a que ellos subieran primero mientras yo recuperaba el aire.
Una vez comprado
el boleto, levanté la vista para darme
cuenta de que todos los asientos estaban ocupados. Una señora se levantó del suyo y me dijo
“siéntese”. Yo le respondí indignado “¡de
ninguna manera!” y me quedé parado en la ventana viendo a los pasajeros de los
otros colectivos viajando al lado del nuestro. Eran otros colectivos que llevaban gente
demasiado parecida a la gente que llevaba el nuestro. Cuando volví a mirar hacia adentro noté la
presencia de una chica sensual que escuchaba música y movía la cabeza con los
ojos cerrados gozando de la sonoridad. Un
poco me enamoré de su cuerpo que bailaba sin moverse mucho: lo justo y
necesario para seducir solamente al que se atrevía a mirarla con detenimiento.
Jugué
a adivinar la música que escuchaba. Por
como movía las manos, tal vez era alguna canción de tiempos raros de Brubeck, o
Fito con “Tu sonrisa inolvidable”. La
miré fijo para que ella pudiera verme jugando ese juego, pero cuando se dio
cuenta, sólo puso cara de ternura. Nunca
me habían mirado así. Hubiera esperado
que me mirara con incomprensión al menos, o si los astros me ayudaban, con una
sonrisa de “claro que escucho la misma música que vos y me gustaría que la
escuchásemos juntos acostados sobre un somier”.
Pero no. Me miró con
ternura.
Confundido,
retiré mi mirada y me senté en el asiento que justo un muchacho me cedió,
también con una sonrisa colmada de simpatía.
Desde el asiento busqué el cielo.
No es fácil buscar el cielo entre tantos edificios capitalinos. Encontré un parche celeste y me quedé
ahí. Cada tanto interrumpido por ramas
de árboles o nubes con formas de nubes. Ya
estaba a medio camino de la oficina cuando ocurrió algo inesperado. El colectivo frenó de repente. Se escuchó un ruido. Chocó.
Los vidrios de adelante se rompieron y algunas personas gritaron
fuerte.
Cuando me levanté
estaba recostado sobre la vereda, rodeado. Abrí los ojos y lo primero que vi fue un chico
con actitud de estudiante de medicina abanicándome con una revista:
- ¿Está bien,
señor?- me preguntó.
- Sí, ¿qué
pasó?- repregunté consternado.
- Chocamos, y
usted se desmayó. Tiene solamente un
golpe en la frente, no creo que sea nada, pero ahora viene la ambulancia a
buscarlo.
- Pero estoy bien.
Estoy perfecto. Debería irme porque estoy llegando tarde al trabajo- intenté
calmar al grupo de personas que ya se había reunido alrededor mío al mismo
tiempo que intentaba levantarme.
Negando con la
cabeza y con una voz firme, el futuro médico respondió:
- No, señor.
Usted se queda acá hasta que llegue la ambulancia. ¿Tiene algún contacto para que podamos
comunicarnos y así nadie se preocupa por usted?
Pensé en mi novia
primero, pero recordé que había cortado hacía un mes, y no de la mejor manera. Ella quería viajar y yo quería recibirme de
una vez por todas. Nos queríamos pero
nuestros caminos parecían paralelos.
- Les paso el
número de mi mamá. Es 477805…
El chico levantó
las cejas sorprendido y me obligó a dejar de dictar el número de mi madre. Noté que todos los que escuchaban atentamente nuestra
conversación hicieron el mismo gesto de sorpresa. Yo cada vez entendía menos lo que sucedía.
Enseguida dejó en el piso la revista que había usado para abanicarme y sin
pensarlo mucho me acarició la frente con esos ojos de ternura que parecían perseguirme
desde el comienzo del día.
- Lo mejor va a
ser que se recueste y descanse.
Cerré los ojos y
preferí no hacerme más preguntas. No era ese el momento. Los pájaros cantaban desde la copa del árbol
que me daba sombra. Su canto me invitaba
a no pensar en nada y a quedarme dormido muy de a poco, aunque no resultaba tan
fácil con tanto movimiento alrededor.
Había voces bajitas a pocos metros y sirenas de
ambulancia que se acercaban desde lejos.
Escuché la misma voz del chico que me había ayudado a mí:
- Pobre
abuelito, está confundido. Esperemos que sea momentáneo.
Claramente yo no
había sido el único accidentado. Había
otros que esperaban la ambulancia con más urgencia.