Los hechos que
voy a contar en esta historia ocurrieron tal cual se los narraré. En esta ciudad - como en todas las ciudades
del mundo- hay una red de acontecimientos extraordinarios sucediendo
simultáneamente mientras en las superficies los tacos de los caminantes suenan
apurados contra el asfalto. Esta
historia hace referencia a tan solamente algunos de ellos dejando al lector la
siempre libre alternativa de incluirlos en su sistema de creencias como
verdaderos o dejarlos en la góndola de literatura fantástica para visitarlos
únicamente cuando el ocio llama a la puerta.
Era martes y uno
de esos días, como hoy, en los que el invierno ya coquetea con la despedida. El sol tostaba lo justo y los transeúntes
llevaban todo su abrigo bajo el brazo. A
media mañana yo volvía del dentista y mi molestia en las muelas no se había
disipado con el tratamiento, puesto que el mundo que me rodeaba me resultaba un
lugar hostil y desventurado. Caminaba
por la vereda de una de nuestras grandes avenidas para encontrarme con una fila
de aproximadamente ochenta personas, todas disfrazadas, esperando para entrar a
un hotel. Me había cruzado en otra
ocasión con convenciones de tatuadores, magos, y hasta de obreros cristianos,
pero esta vez no lograba detectar con precisión de qué se trataba. Algunos hombres tenían barbas largas y
blancas pero estaban vestidos con jean y camisa, había mujeres con vestidos
largos que arrastraban y ni se preocupaban por que los otros en la fila los
pisotearan. Había niños que no parecían
estar acompañados de sus padres, simplemente se paraban a esperar, sin
hablar. Había hombres de estaturas
sospechosamente bajas, que con maquillajes sorprendentes habían logrado narices
respingadas y orejas puntiagudas. Si me
preguntan, diría que era una convención de brujas y elfos, pero a esta altura ni
siquiera sé bien qué es lo que eso significa.
Seguí mi
instinto y me sumé a la fila. Así son
mis días últimamente: inverosímiles e impredecibles. Procuré no hablar con nadie para evitar
sospechas. Simplemente me paré y
permanecí en silencio con una actitud indiferente, tratando de imitar a dos
chicos en frente mío que lo hacían a la perfección. Pasaron veinte minutos hasta que la fila
empezó a avanzar. Para mi sorpresa nadie
me preguntó nada. Avancé hasta llegar a
un salón de convenciones, igual a todos los salones de convenciones del mundo. No parecía haber nadie que liderara la
conferencia. No bien todos hubieron entrado al salón y encontrado un asiento, se apagaron las luces y en la
oscuridad alguien tomó un micrófono y comenzó a recitar una especie de rezo que
alternaba el español con un idioma que a mis oídos se emparentaba con el celta. Me aburría bastante lo que estaba sucediendo,
me aburría tanto que entre la luz apagada y la voz grave y profunda que salía
de los amplificadores, comencé a entrar en un estado de somnolencia. Tanto es así que cuando volvieron a encender
las luces, por unos instantes no reconocí dónde estaba ni cuánto tiempo había
transcurrido.
Ya con las luces
tenues encendidas, una señora con el cabello largo y amarillo se paró entre la
gente y pidió el micrófono. De la nada
comenzó a hablar de mitología y de historias fantásticas de seres en otros
planetas. Ahora sí ya estaba listo para
irme y seguir con mi día. Me paré
sigilosamente para no interrumpir ni llamar la atención y justo cuando esgrimí
el primer movimiento, lo mismo hicieron todos los presentes. Ochenta personas se pararon de golpe, sin
haber recibido ninguna indicación. Temí
hacer otro paso y que todos lo replicaran.
Hubiera sido de lo más extraño; por eso permanecí unos segundos parado
para ver cómo seguía esta historia. Nada
parecía pasar. Todos parados y en silencio, mirando hacia el frente
concentrados en un horizonte que yo no distinguía. Impaciente, di un paso prudente hacia mi
derecha para comenzar finalmente a retirarme.
Rocé mi zapato con la pierna del hombre parado a mi lado, y para
disculparme le tomé levemente el brazo. El hombre, viejo él, con una barba
larguísima y gris, en vez de darse vuelta para mirarme o devolverme el gesto,
hizo algo que jamás hubiera esperado.
-¡GRRRRACIAS!-
gritó con desenfreno al aire - ¡GRAAACIAS, PADRE SOL Y MADRE TIERRRRA! ¡TODO ARTURUS
Y TODO PLEYADES, AGRADECIDOOOOOS!
Todo el salón giró
la cabeza y miró al hombre y - como consecuencia- a mí que estaba pegado a él. El hombre extendió sus brazos hacia arriba y
abrió sus manos como si alguien estuviera lanzando alimento o billetes desde el
cielo. El salón entero empezó a cantar
una serie de vocales sueltas. La melodía
era simple y cadenciosa. Todos cantaban: AH UH, AH UH, AH UH….HUE LEH, HUE LEH… Todos
menos yo, que me quería ir porque ya el aburrimiento se había tornado en un
leve temor.
Uno de los
chicos que había estado en frente mío en la fila se acercó y se paró a mi
lado. Sus ojos estaban clavados en mí y
sonreía.
-¿Qué pasa?- le
susurré.
-Cantá- dijo con
una voz aguda – cantá y vas a ver qué pasa.
Me sentí
inhibido. Además, no cantaba desde 7mo
grado, cuando la Señorita Mónica, maestra de música, me dijo que mi mejor
versión era cuando dejaba largos silencios de redondas. El muchachito volvió a mirarme y ahora me
tomó de la mano.
-Va a estar todo
bien- dijo.
Algo en esas
palabras hicieron que me relajara. Apenas
esbocé una vocal y en seguida me adherí al canto colectivo. Con timidez mi canto se expandía de a poco y
no pude evitar cerrar los ojos para sentir la unidad en la piel. Cuando volví a abrirlos, el hombre que había
estado a mi lado ya no estaba. Lo busqué
a mi alrededor y tampoco, hasta que miré hacia arriba. Se había elevado unos tres metros. Busqué las sogas, el arnés, pero no había
nada de eso. Era su cuerpo flotando en
el aire. De la sorpresa tuve que dejar
de cantar, se me cortó el aire. Ni bien
paré, el hombre comenzó a descender y el chico volvió a tomarme de la mano para
que volviera a cantar. Retomé el canto, ahora más fuerte que antes, y
el hombre volvió a ascender. Algo se
apoderó de mí, comencé a decir unas palabras que no venían de mí. Yo las gritaba y el salón las repetía -me
gustaría reproducirlas ahora pero intento recordarlas y aparece un blanco en mi
mente-. Pronto comenzamos a levitar todos los presentes. Nos despegamos apenas unos centímetros por sobre el suelo. Sentí una levedad que jamás había
sentido. Yo no era mi cuerpo sino el
que se elevaba, el que cantaba. Había
algo minúsculo de mí que me mantenía en el salón, y algo inmenso e
inconmensurable que me elevaba. Miré a
mi alrededor, a un lado el hombre de barba larga y gris, al otro, el muchacho
que me había regalado su confianza. El
canto fue disminuyendo y de a poco todos comenzamos a descender. Sentí el peso
volver hacia mí, y con él, el dolor de muelas y mi agenda del resto del
día. Las luces se encendieron del todo y
las puertas del fondo se abrieron. Nadie dijo nada. Todos salimos marchando en
silencio. Busqué, sin éxito, al chico
que me había hablado hacía unos minutos. Busqué al hombre de barba larga y gris
pero tampoco lo encontré. Fui devuelto a
la vereda de la gran avenida, con los peatones golpeándome con el hombro para
pasar. Llevé mi mano a mi mandíbula como
si eso ayudara. Necesitaba urgente una
farmacia que calmara mi dolor.
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