lunes, 16 de mayo de 2011

Historia 8: Extravío en el correo


Algunos días atrás hice una visita al correo para mandarle una postal a una amiga que está viviendo en la América del Norte. De haber nacido unos pocos años antes habría sido un visitante asiduo, pero como el hombre no es más que un producto de su época, el correo es para mí una simple atracción turística.

Ni bien entré saqué un número de esa especie de pistolita roja que me remonta inmediatamente a mi infancia cuando con mi mamá hacíamos el ritual tripartito cotidiano de la farmacia, la panadería y la verdulería, y ella me dejaba sacar el numerito para poder esperar nuestro turno con la ansiedad que se merecía.

Mientras esperaba, comencé a observar con detenimiento la situación. Obviamente yo era el único con la mirada tan alumbrada como la de un chico que ve por primera vez un avión volar. El resto de los personajes eran habitués: varios cadetes pagando facturas vencidas y señoras de generosas caderas que bajo ningún punto de vista se adentrarían en la promiscua aventura de la World Wide Web para comunicarse con sus familiares transatlánticos.

Como la fila avanzaba tan lentamente y ya había hecho un exhaustivo análisis e hipótesis de biografías de cada uno de los habitantes y visitantes del correo, comencé a mirar la escenografía del lugar. Entre tantos estímulos posibles hubo uno que me llamó particularmente la atención: justo al lado del cubículo donde uno dejaba su carta para enviar, colgaba un póster que por sus colores ya gastados y sus puntas arrugadas todo indicaba que estaba allí hacía un par de meses. En letras mayúsculas imprenta leía: “POR FAVOR AYÚDENOS A BUSCARLOS. SI CONOCE SU PARADERO COMUNÍQUESE CON NOSOTROS “, seguido por un teléfono gratuito y una docena de imágenes de personas desparecidas con sus respectivos nombres debajo de cada una. Había mayoritariamente ancianos seguramente seniles que se habían perdido deambulando por la ciudad; mujeres jóvenes de rasgos atractivos que me arriesgaría a decir eran víctimas de redes de prostitución, y casi completando la terna, con su sonrisa característica y esa extraña mirada silenciosa, me encontraba yo. Sí, yo.

No daba lugar a la confusión. Era una fotografía que me había tomado mi madre en el último viaje familiar a la costa, y para que no haya dudas al respecto allí estaba mi nombre y mi apellido, escritos con ortografía perfecta y una presencia envidiable.

¿Cuándo me había extraviado? ¿ En qué lugar? ¿Y quién me había denunciado?

Me puse a recapitular, como cuando uno pierde la billetera, dónde fue el último lugar en el que me había visto y con quién estaba. Qué estaba haciendo la última vez que me ví. Rebobiné los hechos y me preocupé al darme cuenta de que en realidad no había sucedido mucho en mi vida de los días pasados, y justo cuando pensaba que estaba llegando a un momento decisivo en mi recuento, la señora de atrás me suspira con voz de mucho transitar: “37, pibe, sos vos”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario