jueves, 19 de junio de 2014

Historia 37: Siguiendo la huella hasta llegar a ella


“Necesito tres copias de cada página, desde la 35 hasta la 204, a partir de la 205 solamente las impares, dos copias de cada una, por favor. Las primeras doble faz y A4, las segundas, anilladas pero en papel oficio. ¿Qué es eso que suena en la radio? ¿Prince?”

Algo así dijo la chica que estaba adelante mío en la librería.  El chico que atendía la escuchó con atención sin que se le moviera una pestaña.  Admiro a las personas que sacan fotocopias.  Requiere una concentración que no tengo y que nunca tendré.

Yo solamente tenía que sacarle una copia a mi DNI, pero tuve que esperar a que se completara la operación entera que me antecedía.  Así funcionan las filas.  No pude no curiosear los libros que fotocopiaba la chica de adelante.  Me alcé en puntitas de pie para intentar leer el título del primer libro.  Decía algo sobre los chakras y sus colores.  Esperé a que corriera la tapa del primero para ver el título del segundo: “Respiración ovárica”. Me asusté un poco.  Debo haber hecho algún gesto porque la chica soltó una sonrisa.  Tenía rulos y unos pantalones estampados.  Llevaba en su espalda una mochila de estilo camping, cargada de más libros y algunos instrumentos de percusión.   Me pescó mirándola justo cuando estudiaba sus pechos. No pude evitarlo. Tenía una remera de un naranja gastado que rozaba el no color:  la transparencia.  Y no había rastros de corpiño.  A la legua se distinguía que se había despedido de los corpiños hacía ya años.  Todo en ella parecía natural.  Pensé en un universo que busca el equilibrio.  Ella tiene toda esa naturalidad para compensar la que yo nunca tendré.  Reflexionaba con la boca abierta y la mirada perdida en la remera pegada a su cuerpo.  Cuando volví del pensamiento ella se estaba riendo de mí.  Me sonrojé y no supe dónde meterme.  Lo único que me salió fue esconderme detrás del mostrador y ponerme a jugar con los lápices de Disney. 

Finalmente terminó de fotocopiar todo y le pagó al muchacho en la caja.  Le dieron el vuelto, y veo que sobre un billete de dos pesos bastante maltratado escribe algo con una birome que toma prestada.  Se da vuelta, me mira a los ojos, me sonríe, me lo entrega y se va como salticando de la librería.

Todo pasó muy rápido.  No tuve tiempo de nada.  A veces me parece que funciono satelitalmente, con “delay”.  Hice mis fotocopias y salí yo también del local.  Mientras caminaba por la avenida me metí la mano en el bolsillo de mi pantalón para rescatar el billete que la chica me había entregado.  Bartolomé Mitre me guiñaba un ojo y tenía unos bigotes parientes de Dalí.  El número de serie estaba tachado y en vez se leía un número que todo indicaba era de un teléfono. 

No era una chica para mí.  Parecía demasiado libre, demasiado intensa.  No iba a poder seguirla.  Un día iba a querer dejarlo todo y que nos fuéramos a vivir a la selva. Y eso me aterraba.  Me volví a meter el billete en el bolsillo y seguí caminando hacia la secretaría para presentar mi DNI y otros formularios que me exigía el ministerio.

El día siguió como suelen seguir muchos de mis días, con pequeños acontecimientos que me van empujando sutilmente de un lugar a otro, en el que toda acción borra a la anterior sin dejar ningún rastro.  Para cuando llegó la noche y me senté a comer mis sorrentinos de zapallo en la intimidad de mi departamento, la chica de los pechos libres era ya un recuerdo de un escenario lejano y superado.  Tanto es así que había olvidado por completo que tenía su número de teléfono.  Ella me lo había entregado, pretendía que la llamara.  Quería conocerme, y por qué no, quererme.   Algo de repente entró en mi cuerpo.  Una sensación de liviandad, de oportunidad.  Tomé el vaso de agua y me lo engullí entero sin respirar.  Acto seguido, metí la mano en mi bolsillo para buscar el billete y llamarla.  La decepción fue aplastante al darme cuenta de que el billete no estaba donde lo había dejado.  Busqué en todos mis bolsillos y nada. Busqué en mi mochila y tampoco.  Traté de hacer memoria.  Retrocedí y llegué hasta el hecho más probable.  Tomé mi campera y bajé a la fábrica de pastas de la esquina.  Entré desesperado, como si hubiera perdido un hijo. 

-Disculpá.  Yo estuve hace un rato acá comprando unos sorrentinos de zapallo.  Muy ricos estaban.   Pero no vengo por eso.  Creo que te pagué con un billete de dos.  Resulta que ese billete tiene un número de teléfono muy importante para mí – me sorprendí de poder ser tan claro en mi locución.

El señor que atendía, grueso y estático, con esos bigotes que abundan en las comisarías, seguramente ya curado de espanto por tanto cliente demente que entra a su local por día, me relojeó con la mirada para ver hasta donde llegaba mi locura.  Debo haber pasado el examen porque hizo sonar la campanita de la caja registradora.   Buscó unos segundos hasta que apretándose los labios dijo:

-No tengo ningún billete de dos,¿sabés? Me quede sin.

Vi mi esperanza golpearse contra una ventana como una paloma engañada por la ilusión de la transparencia.  El señor se quedó parado esperando a que el próximo loco se asomara por el local.   Fue extraño como ese sentimiento de decepción  me abandonó en seguida y lo que había sentido en mi mesa comiendo sorrentinos, esa levedad de creerlo todo posible, volvió a apoderarse de mí. 

-¿No sabés a quién le diste tu último billete de dos pesos?- le pregunté al señor de huesos grandes que me devolvió por primera vez una mirada de sorpresa.

Podría haberme echado de mala gana, pero algo en él lo hizo recapitular.  Tal vez fue el sentimiento de sentirse parte de una epopeya que lo trascendía. 

- Dejame que piense- me dijo mientras se rascaba la cabeza -  puede ser que se lo haya llevado un muchacho de camisa a cuadritos.

Abrí mi campera para mostrarle que era yo el muchacho de camisa a cuadros.  Ahora se peinaba los bigotes como un Sherlock tano y con sobrepeso.

-¡Ya sé! La señora Aldana seguro se lo llevó.  Estuvo hace un rato por acá y ella siempre me pide cambio para comprar esos caramelitos de morondanga.  

El hombre estaba radiante, orgulloso de haber revelado el misterio. Me dio la dirección de la señora Aldana y le prometí que volvería para contarle cómo terminaba mi historia.

Salí corriendo a tocarle el timbre a la primera sospechosa.  Quedaba a unas seis cuadras.  Corrí por la avenida y ya podía ver a la muchacha de rulos corriendo a mi lado con sus pechos libres rebotando con cada paso y los autos frenándose y chocándose unos con otros por dejarnos pasar.  Los perros corriendo a nuestro lado, los pájaros orientándonos y los gatos maullándole a la luna anunciando que el amor había llegado.

Debía tomarme un ascensor para llegar al tercer piso de la señora Aldana pero no aguanté la espera y subí por las escaleras.  Toqué el timbre y en seguida la puerta se abrió dejando colarse un aroma a cebolla y hervor que la literatura jamás podrá alcanzar a describir.  Era la señora Aldana:

-¿Quién sos y qué querés? – me recibió.

-Esto le va a resultar raro, pero le explico. Soy cliente de la fábrica de pastas, igual que usted. Perdí un billete de dos pesos que tenía un número muy valioso para mí.  Le pregunté al señor del local y me dijo que tal vez usted podía tener el billete- me volví a sorprender por la claridad de mis ideas.

-No nene, yo no tengo ningún billete para vos. Estamos por comer acá- respondió mientras cerraba la puerta.

-¡Espere! – puse mi pie para que la puerta no pudiera cerrarse.  Fue lo más agresivo que hice en mi vida.  Cualquiera me hubiera confundido con alguien que sabe lo que quiere, que tiene certeza de que el devenir entero de una vida depende de estos pequeños hechos concomitantes.
La señora Aldana me miró asustada y comenzó a gritar.

-¡Mercedes! ¡Merceeeedes!

Una chica de rulos apareció en seguida. Tenía el pelo húmedo y su aroma a champú multinacional se fusionó con la cebolla hervida para transportarme a un nuevo lugar hasta ahora virgen e inexplorado.  Algo de Mercedes era conocido en mí.  Algo de su andar liviano.  Llevaba unos shorts de entrecasa. Podía ser atractiva para muchos hombres pero no era mi caso.

-¿Qué pasa mamá?- dijo Mercedes con una voz chillona, mientras estudiaba mi aspecto.  No masticaba un chicle, pero bien podría haber estado haciéndolo (y con la boca bien abierta).

-Este chico quiere robarnos con una excusa un tanto pelotuda – dixit la señora Aldana.

Le expliqué a Mercedes mi situación y ahora le agregué un poco de pimienta.  Le conté la historia de la chica de las fotocopias y le hablé de su libertad para vivir la vida y para llevar su cuerpo.   Vi en los ojos de Mercedes como moría de amor -a las mujeres, estoy aprendiendo, les enamora vernos convencidos y soñadores-

Mercedes le pidió a la madre que no fuera mala, que se fijara en su cartera si estaba el billete, que no perdía nada. Yo prometí que se lo cambiaría por otro billete de dos y que incluso estaba dispuesto a hacerlo por un billete más poderoso.  Ahí fue cuando la señora Aldana cedió y fue a buscar su cartera. Mientras, Mercedes me seguía mirando con cara de que quería tener hijos conmigo en ese instante.   Yo miraba el ascensor de la vergüenza, las rejitas curiosas que se abren y se cierran y uno puede agarrarse un dedo en cualquier momento.

Volvió la señora Aldana a salvarme.   Traía una cartera pesada y en frente nuestro, sobre el piso, comenzó a vaciarla.  Su actitud había cambiado, quería ayudarme a toda costa.  En su billetera no encontró nada, pero luego metió mano en el fondo y empezó a sacar manojos de billetes entre envoltorios de caramelos, migas de galletitas, un lápiz labial y hasta un sacacorchos.  Mercedes y yo íbamos analizando los billetes a ver si había alguno que me correspondía. 

De repente, de la nada, Mercedes grita:

-¿Qué? ¡No puede ser!  ¡Este es nuestro número, mamá!

Mercedes le muestra el billete a su madre y luego me lo entrega.

Yo lo miro y Bartolomé Mitre me vuelve a guiñar el ojo. Era él.

Mercedes  y su madre se miraron fijo.  Sabían algo que yo no. Las dos a la misma vez emitieron una misma palabra suspirada: “Paloma…”

Y ahí nomás subió por las escaleras, llevando una bicicleta a cuestas, la muchacha de rulos y pechos silvestres.  Nos vio a su hermana, su madre y al chico tímido de las fotocopias tirados en el piso, en la puerta de su casa, todos alrededor de una cartera.  Tenía cara de desconcertada, pobre Paloma, no entendía nada hasta que veo como el aroma a cebolla y hervor llega hasta su nariz, la envuelve y le da la bienvenida a una nueva historia que estaba por comenzar.


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