lunes, 7 de mayo de 2012

Historia 23: Tránsito lento


Hay una única diferencia entre el tránsito de Bombay y el de Buenos Aires. Ésta es una conceptual. Mientras que en oriente el claxon inagotable y el estancamiento de vehículos es asumido como una decisión unilateral de los dioses y por eso aceptada con admirable sumisión de enano de Santa Claus, en la Argentina freudiana se deposita toda la libido en la acción propia de insultar por la ventana del coche a la humanidad toda y desgraciada. El argentino existencialista, hijo de la modernidad, coagula sus arterias de estrés y acorta su ya efímera vida sin sentido, mientras que el indio aprovecha el momento para escuchar música y practicar los pasos del último hit de Bollywood. 
No suelo tomarme taxis, pero cuando volví a Buenos Aires las circunstancias me obligaron a hacerlo en contadas ocasiones. Había olvidado ese modo del taxista. El taxi como altar. El asiento delantero como púlpito y el trasero como atrio donde se debe escuchar con atención la palabra del Señor tachero. Un sermón tras otro sobre la condición humana y el destino trágico de los mortales. Axiomas sobre la historia, leyes naturales de la ciencia social, revelaciones de secretos de sumario y chusmeríos de la farándula de segundo rango. Cuando el tránsito se apodera del destino del taxista y su pasajero, el momento es propicio para desplegarlo todo: demostrar que su teoría sobre el colapso de la ciudad es irrebatible y aprovechar para descargar toda la bronca contra políticos pasados y presentes, suegras incompasivas cantantes melódicos que en paz descansan y otros automovilistas que poco tienen la culpa de estar varados gozando la misma suerte que el propio tachero.
Ya habían pasado tres cuartos de hora y apenas habíamos avanzado algunos metros. Jorge ya había hablado de Susana, Marcelo y Mario.  A Cristina la mencionaba cada vez que podía, como si cada tema del universo pudiera de alguna u otra manera relacionarse con ella; y de Hugo convidaba bocados esporádicos. Cuando hablaba me miraba por el espejo retrovisor asegurándose de que estuviera prestando atención. En medio de la sección de autoayuda, en la que las máximas sobre como llevar una vida plena comenzaban a tomar vuelo, las bocinas llegaron a su punto cúlmine. El hombre que manejaba el auto situado detrás nuestro, casualmente taxista, se había decidido por la táctica del último recurso: apoyar la palma de la mano en la bocina y no soltarla hasta que la situación cambie. De hecho, la táctica resultó efectiva ya que  la situación cambió. Los nervios de Jorge colmaron su paciencia. Comenzó a vociferar y de golpe se transformó en un “hulk” porteño. Pude ver con claridad sus venitas en la frente sobresalir ávidas por extirparse y conocer el mundo exterior. Su color no era exactamente verde, pero sin dudas no era normal la saliva que expelía al gritar ni el aroma de su nueva transpiración que se sumaba a la ya acumulada durante todo el día de trabajo. Jorge daba cátedra de insultos. Utilizaba sinécdoques, hipérboles y sinestesias. Variaba entonaciones y volúmenes, innovaba prosodias, e improvisaba sobre bases preestablecidas citando a los más destacados hombres de la palabra porteña. En un momento, el soliloquio se vio interrumpido repentinamente por un ruido que venía desde afuera del taxi.  Jorge abrió grandes los ojos y miró por la ventana como quien ha descubierto a su mujer con el profesor de tenis.  Efectivamente era el hombre del taxi de atrás que se había bajado para insultar de cerca. Jorge no pudo aguantarse la ansiedad y abrió su puerta con vehemencia. Ambos insultaban sin dejar espacio ni para el respiro. Ganaba el que lo hacía más fuerte, y perdía el que se quedaba sin frases por decir. De a poco comenzaron a acercarse el uno al otro, prediciendo un inminente choque de panzas cerveceras. Con la mano en alto y el dedo índice más alto aún ambos se acercaban en cámara lenta. Yo miraba desde mi asiento admirado por  los dos cuerpos que se atraían con una fuerza proporcional a sus masas.  Era realmente un espectáculo digno de verse. Podía notar como los autos de alrededor y los transeúntes curiosos que buscaban excusas para llegar tarde al trabajo se detenían para presenciar semejante acto. De un momento a otro Jorge estaba frente a frente con el taxista desconocido. Jorge era más grandote, pero el otro estaba tanto más entrenado físicamente. Seguramente el tiempo que no estaba sentado manejando lo pasaba sentado en la máquina de levantar pesas. Jorge sabía que de pelearse él saldría perdiendo inevitablemente y que de suceder, viviría una ignominia frente a toda la muchedumbre, que ya sumaba al menos un centenar.  Pero no era momento de pensar en eso. Su maestro taxista, hoy ya retirado, le había dicho una y otra vez que bajo ningún punto de vista puede un verdadero tachero comerse los mocos. Por esa razón no era una alternativa para Jorge dar un paso atrás a esta altura. Los insultos permanecían y los rostros se encontraban a una mínima distancia (sus auras ya casi que se tocaban).  El movimiento circular de sus sendos dedos índices tarde o temprano se encontraría en el aire, y de hecho, así sucedió. Justo en ese instante el otro taxista le tomó la mano a Jorge, pero Jorge respondió con una piña al aire que el otro supo esquivar con indicios de años de boxeo. Jorge sorprendido vio su fatal final en ese dribbling del oponente. No tenía la más mínima chance. Ante ese panorama, recordó una vez más a su maestro tachero: “Si la batalla está perdida sin siquiera haberla comenzado, cierra los ojos y mueve los brazos sin parar” Jorge lo hizo y al oponente no le quedó más remedio que darle esos abrazos confusos que dan los boxeadores y que siempre me han causado cierta ternura. De repente pasó lo inesperado. Lo más inesperado que pasó en mi vida. Entre la transpiración y el salivado de ambos, sus mejillas se rozaron. El hombre pequeño pero fornido reaccionó inmediatamente tomándole la cara a Jorge con seguridad y llevándola hacia su boca. Jorge al comienzo se resistió, pero enseguida pareció entender los beneficios del beso. Sus labios se encontraron mientras sus manos se envolvían. La audiencia que los rodeaba se alternaba entre la risa, el disgusto, y la incomprensión total. Sus lenguas jugaban entre ellas, como si hubieran cursado juntas el primario. Eran dos luchadores de sumo enamorados. La secuela nunca antes vista de Caín y Abel o de Rómulo y Remo. Parecían más que cuatro manos, era la diosa Kali destructora de la maldad. Lo que mis ojos veían realmente estaba sucediendo. Uno tras otro. Besos de novela de tres de la tarde. Manos que se escondían debajo de la camisa y aparecían por lugares imposibles. En un momento, Jorge tomó la mano de su flamante amante y comenzó a llevársela a su boca. Justo en ese instante las bocinas comenzaron a sonar nuevamente. De atrás gritaban para que avanzaran. El tránsito se había reactivado y el embotellamiento ya no tenía razón de ser. Jorge tomó conciencia de lo que había sucedido como si un rayo hubiera caído para despertarlo de un sueño profundo. Miró a su alrededor intentando reconstruir los hechos, pero al no poder hacerlo salió despedido hacia el auto como un pequeño niño que sabe que ha hecho algo que no debía. Se sentó, encendió el taxi no sin antes encontrar la frecuencia de Radio Diez y pasándose la mano por la boca para secarse la saliva, enunció: “Qué tipo más puto”.




1 comentario: