Hay
una única diferencia entre el tránsito de Bombay y el de Buenos Aires. Ésta es
una conceptual. Mientras que en oriente el claxon inagotable y el estancamiento
de vehículos es asumido como una decisión unilateral de los dioses y por eso
aceptada con admirable sumisión de enano de Santa Claus, en la Argentina freudiana se
deposita toda la libido en la acción propia de insultar por la ventana del
coche a la humanidad toda y desgraciada. El argentino existencialista, hijo de
la modernidad, coagula sus arterias de estrés y acorta su ya efímera vida sin
sentido, mientras que el indio aprovecha el momento para escuchar música y
practicar los pasos del último hit de Bollywood.
No
suelo tomarme taxis, pero cuando volví a Buenos Aires las circunstancias me
obligaron a hacerlo en contadas ocasiones. Había olvidado ese modo del taxista.
El taxi como altar. El asiento delantero como púlpito y el trasero como atrio
donde se debe escuchar con atención la palabra del Señor tachero. Un sermón
tras otro sobre la condición humana y el destino trágico de los mortales.
Axiomas sobre la historia, leyes naturales de la ciencia social, revelaciones
de secretos de sumario y chusmeríos de la farándula de segundo rango. Cuando el
tránsito se apodera del destino del taxista y su pasajero, el momento es
propicio para desplegarlo todo: demostrar que su teoría sobre el colapso de la
ciudad es irrebatible y aprovechar para descargar toda la bronca contra
políticos pasados y presentes, suegras incompasivas cantantes melódicos que
en paz descansan y otros automovilistas que poco tienen la culpa de estar
varados gozando la misma suerte que el propio tachero.
Ya
habían pasado tres cuartos de hora y apenas habíamos avanzado algunos metros.
Jorge ya había hablado de Susana, Marcelo y Mario. A Cristina la mencionaba cada vez que podía,
como si cada tema del universo pudiera de alguna u otra manera relacionarse con
ella; y de Hugo convidaba bocados esporádicos. Cuando hablaba me miraba por el
espejo retrovisor asegurándose de que estuviera prestando atención. En medio de
la sección de autoayuda, en la que las máximas sobre como llevar una vida plena
comenzaban a tomar vuelo, las bocinas llegaron a su punto cúlmine. El hombre
que manejaba el auto situado detrás nuestro, casualmente taxista, se había
decidido por la táctica del último recurso: apoyar la palma de la mano en la
bocina y no soltarla hasta que la situación cambie. De hecho, la táctica resultó
efectiva ya que la situación cambió. Los
nervios de Jorge colmaron su paciencia. Comenzó a vociferar y de golpe se
transformó en un “hulk” porteño. Pude ver con claridad sus venitas en la frente
sobresalir ávidas por extirparse y conocer el mundo exterior. Su color no era
exactamente verde, pero sin dudas no era normal la saliva que expelía al gritar
ni el aroma de su nueva transpiración que se sumaba a la ya acumulada durante
todo el día de trabajo. Jorge daba cátedra de insultos. Utilizaba sinécdoques,
hipérboles y sinestesias. Variaba entonaciones y volúmenes, innovaba prosodias,
e improvisaba sobre bases preestablecidas citando a los más destacados hombres
de la palabra porteña. En un momento, el soliloquio se vio interrumpido
repentinamente por un ruido que venía desde afuera del taxi. Jorge abrió grandes los ojos y miró por la
ventana como quien ha descubierto a su mujer con el profesor de tenis. Efectivamente era el hombre del taxi de atrás
que se había bajado para insultar de cerca. Jorge no pudo aguantarse la
ansiedad y abrió su puerta con vehemencia. Ambos insultaban sin dejar espacio
ni para el respiro. Ganaba el que lo hacía más fuerte, y perdía el que se
quedaba sin frases por decir. De a poco comenzaron a acercarse el uno al otro,
prediciendo un inminente choque de panzas cerveceras. Con la mano en alto y el
dedo índice más alto aún ambos se acercaban en cámara lenta. Yo miraba desde mi
asiento admirado por los dos cuerpos que
se atraían con una fuerza proporcional a sus masas. Era realmente un espectáculo digno de verse.
Podía notar como los autos de alrededor y los transeúntes curiosos que buscaban
excusas para llegar tarde al trabajo se detenían para presenciar semejante
acto. De un momento a otro Jorge estaba frente a frente con el taxista desconocido.
Jorge era más grandote, pero el otro estaba tanto más entrenado físicamente.
Seguramente el tiempo que no estaba sentado manejando lo pasaba sentado en la
máquina de levantar pesas. Jorge sabía que de pelearse él saldría perdiendo
inevitablemente y que de suceder, viviría una ignominia frente a toda la
muchedumbre, que ya sumaba al menos un centenar. Pero no era momento de pensar en eso. Su
maestro taxista, hoy ya retirado, le había dicho una y otra vez que bajo ningún
punto de vista puede un verdadero tachero comerse los mocos. Por esa razón no
era una alternativa para Jorge dar un paso atrás a esta altura. Los insultos
permanecían y los rostros se encontraban a una mínima distancia (sus auras ya
casi que se tocaban). El movimiento
circular de sus sendos dedos índices tarde o temprano se encontraría en el
aire, y de hecho, así sucedió. Justo en ese instante el otro taxista le tomó la
mano a Jorge, pero Jorge respondió con una piña al aire que el otro supo
esquivar con indicios de años de boxeo. Jorge sorprendido vio su fatal final en
ese dribbling del oponente. No tenía
la más mínima chance. Ante ese panorama, recordó una vez más a su maestro
tachero: “Si la batalla está perdida sin siquiera haberla comenzado, cierra los
ojos y mueve los brazos sin parar” Jorge lo hizo y al oponente no le quedó más
remedio que darle esos abrazos confusos que dan los boxeadores y que siempre me
han causado cierta ternura. De repente pasó lo inesperado. Lo más inesperado
que pasó en mi vida. Entre la transpiración y el salivado de ambos, sus
mejillas se rozaron. El hombre pequeño pero fornido reaccionó inmediatamente
tomándole la cara a Jorge con seguridad y llevándola hacia su boca. Jorge al
comienzo se resistió, pero enseguida pareció entender los beneficios del beso. Sus
labios se encontraron mientras sus manos se envolvían. La audiencia que los
rodeaba se alternaba entre la risa, el disgusto, y la incomprensión total. Sus
lenguas jugaban entre ellas, como si hubieran cursado juntas el primario. Eran
dos luchadores de sumo enamorados. La secuela nunca antes vista de Caín y Abel
o de Rómulo y Remo. Parecían más que cuatro manos, era la diosa Kali destructora de
la maldad. Lo que mis ojos veían realmente estaba sucediendo. Uno tras otro.
Besos de novela de tres de la tarde. Manos que se escondían debajo de la camisa
y aparecían por lugares imposibles. En un momento, Jorge tomó la mano de su
flamante amante y comenzó a llevársela a su boca. Justo en ese instante las
bocinas comenzaron a sonar nuevamente. De atrás gritaban para que avanzaran. El
tránsito se había reactivado y el embotellamiento ya no tenía razón de ser.
Jorge tomó conciencia de lo que había sucedido como si un rayo hubiera caído
para despertarlo de un sueño profundo. Miró a su alrededor intentando
reconstruir los hechos, pero al no poder hacerlo salió despedido hacia el auto
como un pequeño niño que sabe que ha hecho algo que no debía. Se sentó,
encendió el taxi no sin antes encontrar la frecuencia de Radio Diez y pasándose
la mano por la boca para secarse la saliva, enunció: “Qué tipo más puto”.
Un desenlace inesperado y el final mucho menos! jajajaj
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