viernes, 10 de mayo de 2013

Historia 29: Marcha de los arrepentidos


Había tenido una noche extraña. Me sucede a menudo. Como si algo o alguien hubiera pululado por mi habitación entre la oscuridad dejando una estela de misterio que permanece en el transcurso del día.  Los días que suceden a estas noches me pasan cosas extrañas.  Hay como quien dice, otro aire en el aire, y mis antenas están más encendidas que nunca.  Estos son los días en los que me dedico principalmente a caminar.  Dejo que las calles se me aparezcan, y que mi intuición guíe.  Me propongo pocos compromisos en mi agenda para que el tiempo no me apure y camino nomás entre las callecitas de esta ciudad que bien merece ser caminada.
Aquella mañana amanecí temprano y mi primera reunión era en pleno centro pero al mediodía. De todos modos, hice lo que nadie me recomendaría. Emprendí el viaje al microcentro en la primera mañana.  El subte, lógicamente, estaba abarrotado de personas tristes.  Parecíamos ganado.  Un señor de escasa estatura y empapado en transpiración se paraba frente a mí a una distancia de apenas centímetros.  Tenía un maletín pegado a su abdomen que obviamente también se pegaba al mío.
-Disculpe- me dijo. – Le pido mil disculpas.
-No se haga problema-  le respondí – No es su culpa.
Nos miramos cómplices, como preguntándonos por qué habíamos elegido esta vida. Lo que él no sabía era que yo estaba allí porque quería.
Llegamos a la estación terminal, las puertas se abrieron y salimos todos expulsados de los vagones.  Los pasajeros manejaban una esquizofrenia urbana signada por la indignación de estar viviendo semejante situación de incomodidad, y a la vez una cotidianidad que lo naturalizaba todo.  
Salí de la estación y respiré profundo.  El cielo estaba gris, cubierto. En cualquier momento estallaba la tormenta.  No me ubico en el centro.  Todas las calles me parecen iguales. Tomé una bastante principal a juzgar por su nombre de prócer y la cantidad de transeúntes.  Había un extraño silencio en el aire, como si algo intenso y trascendente estuviera sucediendo en algún otro lado.  De repente era solo yo caminando por el medio de la avenida.  La gente había desparecido.  Faltaba el fardo rebotando en el horizonte con el sonido del viento y las trompetas de Ennio Morricone en “El Trío”.  Eso sí, mi rostro era mucho menos rudo que el de Clint. El mío era más que nada de duda e incomprensión.  El cielo crujiendo no ayudaba.  Por unos minutos no hubo persona que se me cruzara en el camino.  Mis sentidos se agudizaban con cada paso que daba. El silencio permite eso.  De un segundo a otro comencé a escuchar un sonido parecido al sollozo acompañado de gritos esporádicos.  Detuve mi caminata por primera vez en toda la mañana. Tal vez si dejaba de escuchar mis pasos podía distinguir de dónde provenían semejantes sonidos.  Venían del sur, y hacia allí me dirigí como un detective tras su enigma. 

Doblé justo donde debía. Eran muchos, yo diría cientos.

Encabezaba la marcha el Ministro de Asuntos de Frontera, acompañado por el Secretario de Hacienda y el Juez de la República. Todos lloraban.  Algunos se arrodillaban suplicando perdón. El Presidente del Partido se abrazaba con el Opositor. Pedían perdón al país por tantos años de miseria y mentira. Gritaban al aire, esperando que los escuchara toda la población. Por momentos costaba distinguir sus fisionomías.  Había rostros de sinceridad, expresiones de verdad sumamente diferentes a los que acostumbrábamos ver en las pantallas de televisión y gigantografías.   Poco a poco comenzaban a aparecer los periodistas con sus cámaras para registrar el momento.   Los micrófonos se entrometían y preguntaban por lo que sucedía. El Inspector de Comercio fue el más conciso: “Estoy arrepentido de todo. Sólo pido me den una oportunidad para comenzar de nuevo.”  Algunos no podían hablar; solamente sollozaban y movían la cabeza. La Subsecretaria del Interior gritó hasta desmayarse frente a todos y debieron socorrerla de inmediato. Como en las tribunas de fútbol en donde los acordes discordantes parecen unificarse en el aire para corear una sola canción, la palabra más escuchada en este caso era “perdón”, en todos los tonos y registros. Eran cientos. Había jóvenes militantes y ancianos ya retirados. Los había de todos los frentes y partidos.  Jefes de Gobiernos que ya eran historia, y actuales administradores. Todos marchaban por la avenida pidiendo perdón, dejando ver una vulnerabilidad genuina que descolocaba hasta al más incrédulo de los ciudadanos.  

Eran cientos.  Marchaban sin saber hacia dónde, pero ninguno dudaba de sus pasos. Caminaban como si cada metro que daban se perdonaban un poco más.  En sus abrazos se confundían las lágrimas y se volvían las lágrimas de todos.  La lluvia comenzó a caer, y cuando los funcionarios se arrodillaban en súplica no les importaba manchar sus caros trajes de sobreprecio con el barro.  Desde la Biblia hasta Luis Alberto, el agua parece tener ese poder de borrar la maldad y exhumar culpas. Hoy no era sólo el agua, había otra cosa en al aire.  Había una desnudez escalofriante. Como las serpientes que cambian su piel y renacen, hoy veíamos a los enmascarados desnudarse.  La emoción era extrema y la sensación novedosa.  Por alguna extraña razón me sentía partícipe de todo esto y eso hizo regocijarme en silencio.  El letrero en una bocacalle anunciaba una estación de subte y mis piernas decidieron por mí descender.  Dejé atrás la marcha de arrepentidos. Antes de entrar en la estación levanté la cabeza hacia el cielo y  abrí los ojos sin que me importara que el agua cayera sobre mí.  Fue mi modo de expresar el deseo más profundo de que esta vez, sólo por esta vez, todo lo que estaba sucediendo fuera en serio.





2 comentarios:

  1. ¡Me he enamorado de esta historia! ¡Es simplemente magnífica! ¡Muchas felicidades! :D

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    1. Gracias Emiliano! Me alegro que te agrade el blog. Un saludo grande grande

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